Paysandú, Sábado 12 de Septiembre de 2009
Opinion | 08 Sep Siempre que se toca el tema de la inseguridad ciudadana inevitablemente surge la necesidad de fortalecer la Policía, instrumentar nuevos procedimientos policiales y la minoridad como denominador común del problema.
Sin embargo, la Policía es solo una de las vías para encontrar soluciones y quizás sea la que mejor funciona, a juzgar por los resultados que obtiene. Es cierto que la institución está desbordada por la delincuencia, pero cómo no estarlo si la mayor parte del tiempo lo invierte en investigar delitos cometidos por reincidentes varias veces en el mes. Todo el esfuerzo de investigación, captura y resolución del delito vuelve a fojas cero cuando el juez decide la libertad del detenido, que con un proceso abierto continúa en sus andanzas a las pocas horas de ser liberado.
Para el juez el trabajo termina allí, mientras que para la Policía comienza un nuevo periplo apenas el delincuente comete su próxima tropelía, buscando evidencias y nuevas pruebas para presentar al juzgado. En el caso de menores infractores esta situación se ve agravada por la impunidad con que actúan, al punto que muchos de ellos registran decenas de “anotaciones” al mes, transformando el trabajo policial en algo así como el sudario de Penélope, que mientras durante el día teje pacientemente en la noche vuelve a deshacer lo hecho, en una tarea de nunca acabar.
No es de extrañar entonces que los agentes del orden estén desmotivados en su tarea, y que misteriosamente aparezcan decenas de objetos de gran valor “abandonados” en bosques o casas desiertas sin rastros de los responsables del robo. ¿Qué sentido tiene hoy inculpar a un menor sin escrúpulos, cuando todos saben que quedará en libertad en menos tiempo de lo que le insume a su captor declarar ante la Justicia?
Esto no se resuelve con nuevos procedimientos policiales ni con más agentes en la calle. El problema entonces está en una Justicia que no da respuestas a la ciudadanía, en leyes permisivas y en las instituciones de reclusión como el INAU, que no brinda las garantías suficientes. Pero hasta el momento nada se ha hecho en este aspecto y, por el contrario, lo poco que hizo representa más un retroceso que un avance.
A modo de ejemplo, la nueva Ley del Menor protege aún más al infanto juvenil, al punto que ni siquiera permite a un menor reponer el daño que le causó a la sociedad con trabajo de naturaleza alguna. Por otra parte, el INAU no cuenta con establecimientos adecuados para recuperar a estos delincuentes, que en casos extremos deberían permanecer en un reformatorio bajo tutela del Estado hasta cumplir la mayoría de edad. Pero en nuestro país no existen los reformatorios y en su lugar hay casas dormitorio para infractores que entran y salen cuando se les da la gana, sin dar cuentas a nadie de lo que hacen o dejan de hacer, al extremo que en las propias narices de los funcionarios que supuestamente deben protegerlos ocurren situaciones como la denunciada en el hogar femenino de Paysandú, en que niñas de muy corta edad salían para prostituirse.
En este sistema perverso tampoco los padres son responsables de nada, aún cuando sus hijos esconden el producto de sus andanzas en la propia casa. Los procesos por omisión a los deberes inherentes a la Patria Potestad son una rara avis en nuestra “justicia”. Entonces, ¿quién es responsable de lo que hace un menor? Ya vimos que el autor no paga por sus delitos, o al menos la “pena” no le hace mella; los padres tampoco; el INAU es obsoleto. Así las cosas, el futuro luce bastante oscuro.
Mientras el Estado no asuma que el problema es el delincuente, no importa la edad que tenga, y que su función es proteger a la víctima, nada de esto va a cambiar. La Carta Magna establece claramente esta función cuando expresa que “Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”. Lamentablemente muchos en el gobierno entendieron mal aquello de “los más infelices serán lo más privilegiados” y tienen mayor predisposición para justificar los actos de estos inadaptados, cuando nuestro prócer jamás se refirió a los delincuentes comunes. Con esta postura lo único que se logra es torcer la balanza hacia un lado, supuestamente beneficiando al más débil, lo que liza y llanamente es ser injustos, porque como también expresa nuestra Constitución “Todas las personas son iguales ante la ley no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes”.
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