Opinion | 22 Sep Lejos quedaron los tiempos en que los líderes políticos divulgaban sus ideas valiéndose apenas de su voz, encaramados en un sencillo estrado o confinados al ámbito de los clubes políticos. Conforme pasaron las décadas, la política, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, fortaleció sus lazos con los medios masivos de comunicación. Hoy, en pleno auge de las empresas organizadoras de campaña, resultaría imposible pensar en un líder dotado únicamente de carisma, pertrechado en su local partidario o confiando su única estrategia al poder otrora eficaz de la retórica u oratoria. En lo que respecta a imagen pública, tanto el hombre de política como los gobiernos conviven en una suerte de zona gris entre los hechos y la ficción que plantean los expertos en materia de comunicaciones. Beneficiándose de un mundo cada vez más saturado de información pero paradójicamente amenazado por la desinformación inherente a una oferta tan variada como poco confiable, muchas agencias publicitarias han sabido evolucionar y convencer a los gobiernos de que solo comunicando eficazmente sus logros y soslayando sus errores podrán perpetuarse en el poder.
De esta forma, diarios, radios y televisión se ven de pronto saturados por imágenes de sonrientes jerarcas vanagloriándose de lo mucho que se hizo con los dineros públicos.
¿Debemos creer que estas estrategias persiguen un verdadero afán informativo? Quizá no, pero al menos debemos admitir que el nuevo escenario, claramente pautado por la imagen, exige la profundización del análisis y el sano ejercicio de sopesar la realidad conforme a nuestro propio criterio. La verdad, siempre relativa, convive entre ese spot donde nos exhiben lo bien cuidadas que están nuestras calles y el pozo que se perpetúa en la esquina. Los políticos, los gobiernos, los medios. Todo evoluciona de acuerdo a sus legítimos intereses. La evolución del ciudadano mucho tiene que ver con no sacrificar parte de su libertad a cambio de una verdad quizá más cómoda.