Paysandú, Martes 29 de Septiembre de 2009
Opinion | 25 Sep Los sucesos que se registran en Honduras dejan un amplio margen para la reflexión, porque no solo se parte de un quebrantamiento del ordenamiento institucional de un país, más allá de los vericuetos legales que en determinadas circunstancias habilitarían la destitución de un mandatario --aunque es difícil de digerir que pueda admitirse que al presidente lo metan en un avión los militares y lo “fleten”--, sino que a la vez pone de relieve que el pequeño país centroamericano es fácilmente vulnerado en su soberanía por quienes se sienten muy cómodos haciendo las veces de “policía” democrática.
Claro, para ello no solo habría que tener credenciales sino también tener presente que en estos relacionamientos hay caminos de ida y vuelta, y que seguramente muchos de quienes están entrometiéndose en la vida política de Honduras no aceptarían lo mismo en su país si se diera una instancia similar, aunque todos coincidamos en condenar cualquier golpe de Estado, provenga de quien provenga, y que no hay dictaduras buenas y malas, sino dictaduras a secas.
Este razonamiento viene a cuento de la presión internacional que se ejerce sobre el nuevo régimen hondureño, que aparece con un barniz de legalidad a partir de aplicarse presuntamente resortes constitucionales para desembocar en la salida de Manuel Zelaya, aunque no puede ocultarse que siempre existen intereses afectados y corporaciones que se sienten amenazadas y que están en condiciones de mover resortes en el poder para conseguir sus objetivos, que no necesariamente coinciden con el interés general y mucho menos con el ordenamiento institucional.
El punto es que Honduras no tiene peso en el concierto internacional, en tanto es asimilada a una “república bananera” en la que es posible intervenir encubierta o abiertamente, en esta oportunidad con la aquiescencia o complicidad de naciones poderosas que se sientan con derecho de intervenir en la vida de las demás.
Tenemos por ejemplo a Brasil, a cuya Embajada ingresó Zelaya para protagonizar un acontecimiento político que dé pie a que se acentúe la presión interna y externa para que se le devuelva el poder, tras ingresar clandestinamente al país y ser introducido a la sede diplomática, donde se le dio asilo y se lo mantiene en su interior. En esencia, no es un hecho que no acontezca a menudo en países en que se registran conflictos internos, desde que una embajada es considerada territorio de otro país y quien se sienta amenazado o perseguido políticamente puede ser acogido o rechazado por el país al que pide protección. Pero en esta oportunidad el eje de la cosa pasa por otros parámetros, porque se trata del ingreso de un ciudadano de ese país, aparentemente con conocimiento y/o complicidad de un país extranjero para asilarse en su embajada y promover desde esta situación hechos políticos consecuentes, como se intenta.
Ocurre que una cosa es Honduras y otra muy distinta si el conflicto se desarrollara en el propio Brasil, donde estas acciones serían condenadas como un acto de intervención llevado al absurdo. En este caso una potencia, por mejor intencionada que sea, se aprovecha de su tamaño y peso internacional para presionar y actuar impunemente en favor de uno de los bandos del conflicto interno, en una intromisión que en otras situaciones ha recibido la condena de la propia nación norteña.
Nos imaginamos cual sería la reacción por ejemplo de los grupos de izquierda si quien así actuara fuera Estados Unidos –que lo ha hecho, por supuesto, y en mucho peores circunstancias-- o si se diera por ejemplo un entredicho en Cuba con intervención directa de una potencia extranjera. Se parte de la base de que en esta oportunidad la intervención es “facilonga”, porque no hay ninguna potencia con tantos intereses directos en ese país que puedan resultar afectados y que quien más quien menos ha condenado el golpe de Estado. Por lo tanto participar no solo aparece como legítimo y simpático, sino como un acto de justicia, y hasta barato.
Pero no debe perderse de vista que se sienta un mal precedente, a contramano de la salvaguarda de las relaciones internacionales y el respeto a la no intervención, sin siquiera por lo menos tener el prurito de guardar las apariencias, porque a los grandes todo les está permitido.
Y en el caso de Uruguay, corresponde tener presente siempre como eje el principio de la libre autodeterminación de los pueblos y el derecho de cada nación de procesar sus propias diferencias, sin que medie intervención extranjera, como país pequeño que somos y proclives a sufrir la prepotencia de grandes vecinos, como ha ocurrido en el caso de los cortes de los puentes internacionales, solo por citar un ejemplo vigente.
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