Opinion | 01 Oct En la escuela nos enseñaron que el candombe desembarcó en nuestro territorio de la mano de los esclavos llegados desde el continente africano. En nuestra memoria, la imagen más vívida de una cuerda de tambores se ubica en el contexto del Montevideo colonial, entre calles empedradas y construcciones típicas del barrio sur capitalino. Sin embargo, pocas veces los programas educativos uruguayos atribuyeron al candombe un elevado valor musical. Por el contrario, esta rica expresión fue sistemáticamente menoscabada y por décadas asociada con los estratos más bajos de la sociedad como tímido esbozo musical, incapaz de alcanzar verdadero relieve.
Afortunadamente, durante el Siglo XX surgió en nuestro país una generación de músicos brillantes, capaces de combinar el candombe con ritmos como jazz y bossa nova, responsables de edificar con talento la verdadera identidad de la música uruguaya, dotándola con paciencia de una riqueza que la proyectó definitivamente a nivel mundial.
De todos modos, a pesar de este importante impulso, el candombe no logró consolidarse como sello distintivo de la cultura uruguaya, sino simplemente como elemento característico de un sector del carnaval montevideano. En los últimos años, a impulso de programas culturales, esta situación comenzó a revertirse y este género musical comenzó a derribar barreras, generando un fenómeno de identificación, haciéndose definitivamente uruguayo.
En las últimas horas la Unesco declaró al tango y al candombe como patrimonios culturales intangibles de la humanidad. Este importante reconocimiento significa el comienzo de una nueva y relevante etapa en la historia de nuestra música, pero también un nuevo desafío para la enseñanza. Debemos seguir difundiendo nuestro mejor candombe, jerarquizándolo y haciéndolo cada vez más nuestro, más parte indivisible de nuestra identidad.