Paysandú, Sábado 10 de Octubre de 2009

Sin debates y con pocas propuestas

Opinion | 04 Oct Todo indica que sería poco menos que pedirle peras al olmo que en la campaña electoral, ya en pleno desarrollo y a punto de ingresar en la recta final, se incorporen propuestas que resulten por lo menos convincentes para hacer que el ciudadano común deje de ser bombardeado por las descalificaciones y los cruces de acusaciones no solo entre los dos principales candidatos a la Presidencia, sino también por los dirigentes que los rodean y que muchas veces hacen las veces de avanzada del ataque contra el adversario, buscando resultados que impacten en la opinión pública.
Claro que para que se dé esta situación también conspiran otros elementos, que hacen que nuestro país sea prácticamente único en el mundo, desde que todo indica que tampoco en esta oportunidad tendremos debates entre los candidatos, y es así que hay que remontarse a 1994 para encontrarnos con un debate televisivo entre los oponentes.
Precisamente esta aparición en público, apenas con un moderador, permite confrontar propuestas y establecer una ronda de preguntas y respuestas donde ya es más difícil refugiarse en el efecto fácil de los eslóganes y las frases hechas, de las cifras solo consideradas parcialmente y a paladar e interés de quien las lanza, desde que está presente quien está en condiciones de rebatirlos y/o complementarlas.
Pero ocurre que al no estar reglamentada esta instancia, ni ser obligatoria, se genera la posibilidad de que quien está arriba en las encuestas especule con no correr riesgos de quedar en blanco en una instancia clave a pocos días de la elecciones y con poca oportunidad de revertirlo, por lo que apela a rehuir la confrontación de ideas con mil y una excusas.
Precisamente en esta oportunidad el candidato oficialista José Mujica, arriba en las encuestas, ya ha descartado participar en un debate con su adversario del Partido Nacional, desde que entiende que incurriría en riesgos innecesarios, y este criterio es de recibo desde el punto de vista de su interés electoral.
No hizo nada que no hayan hecho anteriormente candidatos de otros partidos y del suyo mismo, pero sin dudas en todos los casos el gran perjudicado es el ciudadano, el elector que no tiene la oportunidad de comparar opciones y cotejar propuestas antes que las descalificaciones al barrer que se lanzan con una intención efectista.
Y mientras se den estas condiciones de campaña electoral, los uruguayos deberemos limitarnos a decodificar información tergiversada, verdades a medias o directamente falsedades, detectar propuestas reales y atendibles entre un sin fin de voluntarismos y enunciados que promueven el qué pero no el cómo y con qué, solo por mencionar algunos de los perfiles de las campañas que hemos tenido en los últimos tiempos.
También es cierto que hay comodidad y hasta cierto hastío del ciudadano, que no se interesa mayormente por acceder por lo menos a los programas de los respectivos partidos y confía en quien más le simpatiza por encima de lo que realmente propone, y mucho menos en la viabilidad de traducirlo en realidades.
En alguna medida los uruguayos tenemos entonces las campañas que nos merecemos por nuestra idiosincrasia, pero no por ello corresponde cruzarnos de brazos ante este escenario, asumiendo que las cosas no pueden ser distintas, y corresponde reclamar madurez de nuestros dirigentes políticos, tanto en el ejercicio del gobierno como cuando deben convencer a los votantes.
En este problemático escenario, suena tal vez como ilusoria e irreal la idea de que los grandes partidos, por lo menos, acuerden alguna política de Estado en áreas clave, que establezcan por lo menos líneas de acción que se mantendrían cualquiera sea el partido que acceda al poder en sucesivos períodos. Pero, pese a que en tiempos electorales hay demasiados intereses en juego y hay otras prioridades que por supuesto no tienen en cuenta el interés general, igualmente no debemos resignarnos a no exigir que este sea el momento de lanzar propuestas creíbles a la ciudadanía y emitir así una señal de madurez de un sistema político que justificadamente genera cada vez más descreimiento en el ciudadano.


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