Paysandú, Lunes 19 de Octubre de 2009
Opinion | 18 Oct Con sobrada razón, crecen los cuestionamientos de una diversidad de sectores –con excepción de los directamente beneficiarios-- ante el proyecto de ley remitido por el Poder Ejecutivo al Parlamento a través del Ministerio de Educación y Cultura, por el cual se crea la Agencia de Promoción y Aseguramiento de la Calidad de la Educación Terciaria (Apacet).
A primera vista, la idea surge como una intención del gobierno de actuar como control de la calidad de este sector de la educación, que hasta ahora se ha controlado a sí mismo, en el caso de la Universidad de la República, y seguramente con la intención de marcar eventuales deficiencias para enmendarlas y apuntar a una mejor enseñanza y capacitación.
Claro, una cosa es la intención manifiesta y otra muy distinta como se instrumenta la idea, o mejor dicho, hacia donde se dirige el intento de control de la “calidad”, porque la Apacet que promueve el gobierno como un logro estará integrada por cinco miembros designados por el presidente de la República, de los cuales dos de la Universidad, uno del Ministerio de Educación, uno del estatal Instituto Universitario de Educación y uno de todo el sistema privado de universidades.
De acuerdo a la fundamentación del proyecto enviado por el Poder Ejecutivo, la universidad pública “es el exponente arquetípico de la educación universitaria uruguaya” y puede “organizar su funcionamiento con prescindencia de toda otra corporación y autoridad”, por lo que se crea este organismo para “regular el funcionamiento del sector privado de la Educación Terciaria”.
En nuestro país hay cinco universidades más once institutos universitarios y dos institutos terciarios no universitarios. De las cinco universidades, contamos con la universidad estatal (la Universidad de la República) y las privadas Universidad Católica, la Universidad ORT Uruguay, la Universidad de Montevideo y la Universidad de la Empresa, pero solamente las privadas quedarán sometidas al escrutinio de la agencia que promueve el Ministerio de Educación y Cultura, por cuanto queda a voluntad de la Universidad de la República el someterse o no al control de la agencia. Esto guarda cierta relación con lo hecho en la reforma de la Salud, donde los privados son extorsionados y obligados a seguir estrictamente los lineamientos en infraestructura impuestos por el Estado mientras los hospitales públicos son habilitados con serias faltas a la norma, a la vez que se les obstaculizan las inversiones en equipos que puedan marcar más distancias con los servicios públicos, como es el caso del mal logrado resonador magnético de Comepa.
Evidentemente, la intención del proyecto de reforma universitaria, más que apuntar a la calidad es someter a control a las universidades privadas, lo que está bien, pero no puede por ello poner por encima del bien y del mal a la Universidad de la República, que no debe responder solo ante sí sino al interés de todos los ciudadanos, que son además los que financian y que en los hechos no tienen los mismos derechos para acceder y recibir el beneficio de la educación terciaria estatal.
Este es un punto que evidentemente merece reparos, porque lejos de apuntar a la excelencia, se deja a la Universidad de la República como un reducto intocable y referencia, al punto de que la propia Universidad controla a las privadas, es decir se erige como juez y parte ante las competidoras y ni siquiera acepta auditorías externas que puedan poner de manifiesto sus vulnerabilidades.
Las universidades deben ser controladas, por supuesto, pero en todos los casos la evaluación debe ser efectuada desde afuera del instituto y no por los mismos interesados. La idea de la evaluación es que los resultados queden libres de toda sospecha e incidencia de intereses, por lo que la tarea debe ser efectuada por organismos adecuados e independientes, con aval internacional y todas las garantías de imparcialidad necesarias para que su trabajo resulte libre de toda sospecha e intención.
Encima, en el caso de la Apacet, la Universidad de la República ejerce en resumidas cuentas la función de tutelar a las privadas, lo que no tiene asidero por ningún lado que se mire, si partimos de la base, por ejemplo, de que solo se recibe una tercera parte de los que se inscriben, en tanto en el caso de las privadas el porcentaje de graduación es del 70 por ciento.
Gran parte de este escenario se debe a la irracionalidad de una pretendida Universidad gratuita y autónoma, que es una de las grandes mentiras del sistema, porque a la Universidad que financiamos todos los uruguayos con impuestos, concurren en su enorme mayoría estudiantes de los sectores alto y medio alto de la población, y el mismo porcentaje de este nivel económico prima entre quienes egresan. En el caso del Interior, también se manifiesta esta iniquidad, desde que prácticamente el 70 por ciento de los universitarios son montevideanos, pese a que en la capital reside menos de la mitad de la población del país.
Por lo tanto, los “cambios” de la apelación a la calidad se inscriben en un contexto de por sí injusto y nada parece indicar que por este lado esté la solución para la Universidad estatal centralista, pro montevideana y que es gratuita solo para quienes pueden pagarla, y a quienes no se les cobra pero por razones de una “igualdad” que no existe.
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