Paysandú, Martes 27 de Octubre de 2009
Opinion | 24 Oct Cualquiera sea el partido al que le toque ejercer el gobierno en el próximo período, deberá afrontar, entre otros desafíos, el de reducir el peso del Estado sobre los sectores productivos, por cuanto no es un secreto para nadie que la iniciativa privada es el motor de la economía y el desarrollo, por su dinámica, la búsqueda de la eficiencia y la productividad, que son a la vez premisas para la subsistencia de la empresa en un mercado de libre competencia.
En el Uruguay, desde hace demasiado tiempo tenemos un Estado que lejos de promover la acción privada, en muchas áreas ha pretendido sustituirla como empresario, con fuerte intervencionismo y peor aún, ha generado una cultura del Estado benefactor y paternalista que fue –lamentablemente todavía lo es-- el principal proveedor de empleo.
Este escenario dista de ser el ideal en un Estado moderno, que debe administrar eficientemente los recursos que proveen los sectores reales de la economía, hacer las veces de catalizador de las inversiones y el desarrollo en áreas estratégicas y a la vez ocuparse de atender sectores en los que el privado no actúa por la falta de rentabilidad.
Pero claro, el Estado no genera recursos, sino que los obtiene invariablemente desde el sector privado para sostener su funcionamiento y a la vez ocuparse de la educación, la salud pública, la defensa, la financiación de planes de apoyo a sectores sociales, en lo que debería ser la búsqueda permanente de que puedan generar sus propias fuentes de ingresos.
No puede pensarse en un país viable sin una apuesta a la actividad privada, es decir una apuesta al crecimiento genuino, a la generación de riqueza y al reciclaje de recursos dentro de la economía, por cuanto el Estado es un mal empresario, se hunde en burocracia, tiene más personal del que necesita, y con escasa productividad, porque lo que presuntamente es de todos al final no es de nadie, aunque sí las pérdidas las paga cada ciudadano.
Ocurre que en Uruguay no es nada fácil desterrar la cultura del Estado benefactor y de la búsqueda del empleo público, que asegure un puesto inamovible e ingresos más o menos decorosos en promedio, con muy poco esfuerzo y productividad, por cierto. Claro, cuando todos tenemos como común denominador el ideal de pasarla lo mejor posible sin mayores contratiempos y una estabilidad laboral a prueba de toda crisis, y ello solo puede proveerlo el Estado uruguayo, nos encontramos con que es inviable que todos seamos funcionarios públicos, por lo que recae sobre la actividad privada aportar para que un amplio sector de la fuerza laboral siga gozando de sus beneficios. Es decir que tanto empresas como trabajadores del área privada transfieren recursos a través de impuestos y cargas sociales para sostener este andamiaje que tiene costos fijos que resultan difícil de sostener, aún en momentos de auge de la recaudación, como teníamos hasta el año pasado.
Igualmente, todo es cuestión de proporciones, y una cosa es tener una relación razonable entre el costo del Estado y la capacidad de aportes de quienes crean la riqueza, y otra la distorsión que se da en nuestro país, que tiene nada menos que unos 250.000 empleados públicos, por lo que el margen para la actividad privada no resulta auspicioso, si tenemos en cuenta que lo que puede ser más o menos posible de asumir en tiempos de bonanza es un desafío terrible en épocas de crisis, cuando todos los uruguayos debemos hacernos cargos de financiar las pérdidas, porque el Estado jamás sufre las crisis.
Ese es precisamente el punto, y es tiempo que desde el Estado se den señales de que efectivamente se acompaña con estímulos la iniciativa privada para ensanchar la base productiva atendiendo el esfuerzo privado como sostén del esquema socioeconómico del país. Pero en forma paralela es preciso encarar la desburocratización y la modernización, en el marco de una reforma del Estado de la que mucho se ha hablado pero que ha quedado hasta ahora solo en los anuncios. Ello implica también –o mejor dicho, sobre todo- que el Estado se salga de las áreas en las que no tiene que estar, en las que el privado se desempeña mucho mejor, con menores costos y mayor competitividad, que es lo mismo que decir prestar mejores servicios al ciudadano, aflojarle la presión tributaria y darle la posibilidad de que pueda elegir en libre competencia, sin ataduras que solo acarrean mayores costos e ineficiencia.
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