Paysandú, Martes 03 de Noviembre de 2009
Opinion | 01 Nov Este viernes la Unión Europea pactó, por lo menos en principio, una posición común respecto al cambio climático, de cara a la cumbre internacional que tendrá lugar próximamente en Copenhague, Dinamarca, aunque este anuncio formulado por el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, en rueda de prensa por el Consejo Europeo en Bruselas, como horas antes el primer ministro británico, Gordon Brown, lo había adelantado, no ha especificado en qué consiste dicho pacto.
Es decir que existen por lo menos a priori puntos en común para pulir en una problemática que ha cambiado aceleradamente. Hasta no hace mucho tiempo, el calentamiento global era una posibilidad de degradación medioambiental que podía darse en un futuro más o menos lejano, por lo que en teoría no existían urgencias como para apuntar a establecer mecanismos que permitieran revertir o por lo menos atenuar en el corto plazo esta degradación debido a las emanaciones y desechos vertidos por las naciones desarrolladas en sus procesos industriales y explotación desmedida de recursos naturales. Pero año a año las mediciones van dando cuenta de una constante manifestación y avance del efecto invernadero, que tendría consecuencias catastróficas para la humanidad.
Es que nada es porque sí en esta vida, y la relación costo-beneficio está presente en todas las decisiones que se adopten, incluyendo la ecología, donde tampoco corresponde ceder espacios a los fundamentalismos que solo miran las cosas a través del color de su cristal y sin ninguna otra consideración.
Para empezar, los líderes europeos reconocieron que las medidas de lucha contra el cambio climático podrían costar a los países en desarrollo alrededor de 100.000 millones de euros anuales en 2020, de los que entre 22.000 y 50.000 millones deberían proceder de la financiación pública internacional.
De acuerdo a los cálculos de la Comisión Europea, las naciones en desarrollo necesitarán una financiación anual urgente (entre 2010 y 2012) de entre 5.000 y 7.000 millones de euros, a la que contribuirán tanto la UE como “aquellos estados miembros que puedan, de acuerdo con su situación económica y financiera, con la parte que les corresponda equitativamente de esos gastos”.
El objetivo de Copenhague es precisamente dar continuidad al Protocolo de Kyoto, que vence en 2012, para lo que la UE ofreció recortes del 20% de gases de efecto invernadero en 2020 y llegar hasta el 30% si otros países se suman al compromiso.
El compromiso de contribución de los países desarrollados, a efectos de financiar emprendimientos en naciones subdesarrolladas o “emergentes” con el objetivo de sustituir y/o compensar emanaciones de gases de efecto invernadero, es en realidad un mea culpa que apunta a descargar en otros el peso de hacer lo que se debe hacer para encarar un desarrollo sustentable, mientras al mismo tiempo, con parsimonia y de acuerdo a las circunstancias, los grandes contaminadores tratan de acomodar el cuerpo al desafío de seguir manteniendo su calidad de vida sin reconvertir su industria ni prácticas reñidas con la preservación del ecosistema. Es flagrante el caso de las naciones ex comunistas del este europeo, que durante décadas contaminaron a mansalva por mantener emprendimientos industriales obsoletos y por fuera de las normas internacionales, a falta de viabilidad de su sistema.
Ahora las miras están puestas en el mundo en desarrollo, donde existe la mayor reserva mundial de recursos naturales subexplotados, aunque continúa –ahora en forma menos masiva-- la tala indiscriminada de bosques y selvas naturales, sobre todo en el Brasil, lo que no solo genera cambios en el clima y la circulación de masas de aire, sino también en la reconversión de gases que causan el efecto invernadero.
De ahí la importancia de apostar a la forestación, como se ha hecho en nuestro país por efectos de la ley aprobada en 1988 y que ha permitido grandes inversiones en el sector, y que amerita a la vez la utilización de desechos forestales para generar electricidad a partir de fuentes renovables, de la misma forma que otros emprendimientos que permitan sustituir energéticos fósiles.
Los fondos contemplados en el Protocolo de Kyoto son una fuente de recursos disponibles para financiar proyectos amigables con el medio ambiente, y de potenciarse este instrumento, como parece es la intención de las potencias desarrolladas, el Uruguay y la región podrían contar con muy buenos instrumentos financieros para apuntalar el desarrollo sustentable, con la doble virtud de mejorar la calidad de vida de sus pueblos y contribuir a desactivar la bomba de tiempo que significa el cambio climático.
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