Paysandú, Miércoles 11 de Noviembre de 2009

Las amenazas de los delirantes de siempre

Opinion | 11 Nov De vez en cuando, cuando más o menos se aburre entre discurso y discurso, el presidente bolivariano de Venezuela Hugo Chávez aprovecha su enorme riqueza petrolera y arrima nafta al polvorín al que ha contribuido decisivamente a convertir la región caribeña, aunque invariablemente le da vueltas a la cosa y atribuye la responsabilidad exclusivamente al “imperio” del norte.
Los regímenes populistas de Chávez y de sus colegas Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador han encontrado caldo de cultivo en situaciones socioeconómicas muy difíciles en sus respectivos países, por lo que han utilizado estas dificultades para poner en práctica medidas voluntaristas y de paso arrimar agua para su molino ideológico, con epicentro con las salidas de tono y acusaciones al barrer que lanza a diario el mandatario venezolano.
En esta oportunidad el gobierno de Caracas, tras haber salido Chávez en persona a romper el fuego, para no perder la costumbre, dio a conocer un comunicado en el que calificó de “inmoral” y mentirosa la reacción del gobierno colombiano a las palabras del presidente Chávez sobre la necesidad de preparar al pueblo para la guerra. Es que el mandatario venezolano había instado el domingo a los responsables militares y al pueblo venezolano a prepararse “para la guerra” debido a la amenaza que según él representa un acuerdo militar firmado entre Colombia y Estados Unidos. Horas después el gobierno de Colombia reaccionó y aseguró en un comunicado que si bien no hará ningún gesto hostil hacia sus vecinos, tras las declaraciones de Chávez había decidido acudir a la Organización de Estados Americanos (OEA) y al Consejo de Seguridad de la ONU.
Sin embargo, el gobierno venezolano reafirmó que es un “acto de guerra” la cesión de territorio colombiano para bases norteamericanas a efectos de combatir el narcotráfico y dijo que en marzo de 2008 el ejército colombiano, con apoyo estadounidense, bombardeó e invadió Ecuador para dar muerte al número dos de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC).
Pero ya Chávez se había encargado de advertir que si Estados Unidos agrede militarmente a Venezuela “comenzaría la guerra de los cien días”, y en este contexto ya la semana anterior había ordenado movilizar 15.000 soldados a la frontera con Brasil y Colombia, en tanto para no ser menos, su colega boliviano Evo Morales salió a apoyarlo, señalando que “es obligación de cualquier presidente defender la dignidad y la soberanía de su territorio, eso es constitucional”. Según Morales, las bases militares que usará Washington en Colombia “son una abierta provocación a los países que empiezan a dignificar a sus pueblos y a gobiernos revolucionarios”.
Este tramado de amenazas, advertencias y solidaridades ante el “enemigo” común del triángulo ideológico Chávez-Morales-Correa, al que se agregan de vez en cuando los cada vez más desprestigiados Fidel Castro y Daniel Ortega, pone de relieve que América Latina ha retrocedido en esa zona a niveles de la guerra fría de las décadas de 1960 y 1970, poniendo las cosas en blanco y negro y atribuyendo todos los males de la Tierra al “diablo” afincado en Washington.
Ha pasado demasiada agua bajo los puentes, ha caído el Muro de Berlín, suceso histórico del que se acaban de cumplir veinte años, ha desaparecido la Unión Soviética y han sucumbido en cadena los regímenes comunistas del Este europeo, y sin embargo los mandatarios del área caribeña, con Hugo Chávez y Fidel Castro al frente, han metido la cabeza en un agujero, como si nada hubiera pasado, y siguen tratando de vender los mismos espejitos de colores que hace cuarenta y cincuenta años.
Y lejos de las amenazas de invasiones, de aprestos militares, de seguir comprando armamento por miles de millones de dólares, como hace el régimen de Chávez, los países que han abrazado esta tesitura deberían realmente de ocuparse del bienestar de sus pueblos y del desarrollo, volcando recursos en crear infraestructura y superar las carencias de la población, en lugar de seguir apostando a la confrontación y “justificando” las compras delirantes de armamentos para luchar contra el enemigo invisible.


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