Paysandú, Jueves 03 de Diciembre de 2009
Opinion | 28 Nov La Iglesia Católica Irlandesa pidió disculpas públicamente y expresó su vergüenza tras conocerse un informe que prueba que 46 sacerdotes cometieron 320 abusos sexuales a niños entre 1975 y 2004, en tanto el gobierno, acusado de negligencia, pidió perdón.
El lamentable episodio se suma a otros similares ocurridos en varias partes del mundo, nada menos que en perjuicio de niños, es decir el grupo etario más desprotegido y por el que la Iglesia debería velar.
Indica el informe que la preocupación de la Arquidiócesis de Dublin en el tratamiento de los casos de abusos sexuales a niños, al menos hasta mediados de 1990, “fue mantener el secreto, evitar el escándalo, proteger la reputación de la Iglesia y conservar sus bienes”, lo que pone de relieve que las prioridades estaban muy lejos de lo que cabría esperar.
Claro, están de por medio aspectos que refieren a la Iglesia como institución, y al intento de preservarla de la exposición pública y la condena, lo que involucra a sus jerarquías y pone de por medio aún mayores responsabilidades por anteponer su imagen y el ocultamiento a lo que debería ser un sano intento por erradicar prácticas que van precisamente a contramano de lo que se predica.
Nadie puede poner en duda que se trata de errores y debilidades de seres humanos enquistados en la Iglesia, pero cuando al fin de cuentas se los está protegiendo y a la vez se causa daños irreparables nada menos que a los niños, se llega a una gravedad extrema que no puede mitigarse pidiendo disculpas nada menos que sobre abusos continuados practicados durante décadas.
Más cerca, en Paraguay, tenemos al ex obispo presidente Fernando Lugo, quien es acusado de un nuevo caso de paternidad, esta vez revelado por una sobrina, que debe saber de qué se trata, y que también ocurrió cuando el actual mandatario era nada menos que obispo. Es decir que estamos por un lado ante una obligación de la Iglesia Católica de por lo menos enterarse y pronunciarse al respecto, pero por otro lado ante la inevitable sanción moral popular hacia un presidente que abusó de sus funciones eclesiásticas, que violó el compromiso del celibato y se presentó ante la ciudadanía como un paladín de la moral y las buenas costumbres que evidentemente no era.
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