Opinion | 04 Dic A través de una ley aprobada el año pasado e instrumentada recientemente, Uruguay se convirtió en uno de los pocos países en el mundo, en contar con una ley que exige la instalación de desfibriladores (aparato que aplica descargas eléctricas para restablecer el ritmo cardíaco normal) y el entrenamiento de gran parte de la población en técnicas de reanimación.
Se supone que cualquier espacio público al que concurran diariamente más de mil personas deberá contar con uno de esos aparatos y personal idóneo en su utilización. Así, si una persona sufre un paro cardíaco en una oficina pública, un centro comercial, un supermercado, un club deportivo o una clínica, entre otros sitios, probablemente tenga cerca un aparato con el que se intentará salvarle la vida.
Cada año mueren 10.000 personas en Uruguay como consecuencia de problemas cardíacos y aunque no hay cifras concretas, se calcula que unos tres mil fallecimientos se deben a muertes súbitas, de las cuales la mitad ocurren en lugares de trabajo o sitios públicos.
El plazo para la instrumentación de la medida y la capacitación de las personas en la resucitación cardíaca básica, es de cinco años. La ley impone un enorme desafío a las instituciones y a la población en general, ya que le asigna la responsabilidad de estar en condiciones de realizar la reanimación, que tiene las mayores posibilidades de éxito si se aplican dentro de los cuatro minutos siguientes al paro cardiorespiratorio. En ese sentido resulta tranquilizador que la ley exima de responsabilidad, a quien utilice el desfibrilador para atender a una persona afectada.
Seguramente en breve comenzarán a verse instalados los desfibriladores en diferentes espacios y muchos de ellos quizás, nunca se usen, pero aquel que sea necesario estará allí para cumplir el invalorable papel de salvar una vida.