Paysandú, Sábado 12 de Diciembre de 2009
Opinion | 09 Dic Aunque los dos ministros del Interior que precedieron al actual titular Jorge Bruni –José Díaz y Daisy Tourné, ambos de triste recuerdo para los uruguayos en su gestión-- insistieron en que la inseguridad era más que nada una sensación térmica, y que esta percepción estaba alejada de la realidad, los números porfiadamente se han empeñado en desmentir esta tesis.
Encima existe un alto número de delitos de menor monta que no son denunciados ante las autoridades policiales, cometidos en su mayoría por menores, por entender que es inútil hacerlo y que sus autores a menudo no son encontrados o si es así, son “entregados” a sus padres y apenas retenidos unos minutos en las sedes judiciales.
Empero, desde el gobierno se ha insistido en atribuir el origen de este escenario a una parte de la “deuda social” de los gobiernos anteriores, y que en gran medida es por lo tanto hasta justificado que las “víctimas” de estas políticas se vuelquen a obtener por medios ilícitos los bienes a los que se les se vedó el acceso.
Y por supuesto, en esta línea de razonamiento, el problema no estaría en la delincuencia, por cuanto en esta particular óptica ella va a desaparecer sola, tan pronto se logre obtener los resultados de políticas sociales, la mayoría de tipo asistencial, que se han estado desarrollando. Esta es realmente una visión simplista, teñida de ideología sobre una problemática muy vasta, que tiene muchas vertientes y que sufre en carne propia toda la población, de una manera o de otra.
Quiere decir que al haberse partido de un diagnóstico equivocado y ajustado a una visión ideológica de la realidad, no puede extrañarse que las tímidas respuestas hayan sido hasta ahora inocuas o lo que es peor, ni siquiera se hayan intentado con alguna convicción, apuntando a que con los años el problema se solucione solo por efecto de determinadas acciones sociales.
Pero claro, el ciudadano común, el que día a día sufre los arrebatos, los robos, las rapiñas, los copamientos, las agresiones, los homicidios, los atentados de todo tipo contra su integridad física, que se rodea de rejas, que no sale de noche ni abre ya los comercios después de determinada hora, que no deja a sus mayores solos en su casa, que no va a los espectáculos nocturnos por temor a los robos si no puede dejar a un sereno o algún integrante de la familia en su hogar, tiene una visión diametralmente distinta de cuales son las soluciones, por lo menos para afrontar un presente y un futuro inmediato en el que no se perciben soluciones a la vista con las tibias acciones que desarrolla el Ministerio del Interior. A ello se agrega una normativa legal inadecuada y que muchas veces además, no se cumple, por una percepción muy especial de los magistrados o porque no cuentan con elementos materiales para hacerlas cumplir.
Así, tenemos que de acuerdo a los resultados de una encuesta sobre el tema realizada por Equipos Mori, siete de cada diez uruguayos (un 70 por ciento) está de acuerdo con la reducción de la edad de imputabilidad a los 16 o a los 14 años, y esta opinión es mayoritaria en todos los partidos políticos, incluyendo al Frente Amplio, cuyos legisladores se han opuesto sistemáticamente siquiera a considerar esta posibilidad.
En los adherentes al partido de gobierno –en los de oposición más aún-- este porcentaje llega al 60 por ciento, y no es poca cosa, desde que pone de relieve que el sistema político ha estado omiso en dar respuestas para una demanda acuciante en materia de seguridad y sobre todo de contención de la minoridad, donde el gran ausente, por supuesto, es el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU), porque ha sido manejado con un criterio políticamente incorrecto y a espaldas de una realidad que rompe los ojos.
El punto es que no cuenta con infraestructura y tampoco existe decisión política de sus jerarcas encarar la problemática, además de la escasa capacitación y otros problemas con sus funcionarios, que no permiten cumplir con la premisa fundamental de contención de los menores infractores más peligrosos, y mucho menos logra ni por asomo aproximarse a su reeducación para insertarlos en la sociedad con alguna perspectiva de éxito.
En este dilema de hierro de quienes deberían estar buscando alternativas para por lo menos empezar a hacer algo valedero para controlar a la minoridad infractora, la gran víctima es la sociedad, presa de decisiones políticas que solo toman en cuenta una parte del problema, y que paga un alto precio por las responsabilidades que muchos de sus representantes se niegan sistemáticamente a asumir.
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