Opinion | 19 Ene Un niño de 9 años se presentó en una seccional policial de Durazno para denunciar que su madre estaba siendo agredida por el concubino. La Policía detuvo al individuo, quien fue procesado sin prisión como autor responsable de un delito de lesiones personales.
En Salto, otro menor la pasaba aún peor: una adolescente de 13 años le disparó a su padre cuando éste llegaba a la casa alcoholizado. Según los vecinos, antes de ingresar al campo, el hombre comenzó a insultar a su esposa e hijas, quienes se habían ocultado detrás de unos arbustos.
El hombre ingresó a su casa y buscó su arma, pero estaba en poder de la menor, quien le disparó tres veces en medio de una discusión y la oscuridad de la noche. Uno de los disparos alcanzó al hombre, causándole la muerte.
Dos historias impresionantes, una con un final mejor que la otra simplemente porque no hubo muertes. Ambas tienen como protagonistas principales a niños, que crecen en medio de la violencia perpetrada por sus progenitores u otros miembros de su familia.
Los casos de violencia en el hogar superan a los delitos contra la propiedad.
En nuestro país muere una mujer cada 14 días a manos de su pareja, según la investigación realizada por la Dirección Nacional de Prevención Social del Delito, organismo del Ministerio del Interior. Si a esto se le suman los casos protagonizados por niñas y adolescentes mujeres, los datos indican que cada 9 días muere una mujer adulta o niña por violencia doméstica.
La muerte es un desenlace fatal de la violencia doméstica, pero también deja otras secuelas negativas en las personas --muchas veces imperceptibles para la sociedad--, en especial en los niños. Sin duda como sociedad hemos avanzado, pero todavía hay mucho por hacer. Han aumentado las denuncias, en muchos de los casos por maestros o vecinos de las víctimas. Ya no es algo para callar porque sucede en un ámbito privado. El interés en el otro puede salvar una vida o ayudar a que las víctimas salgan del horror en el que viven.