Paysandú, Sábado 23 de Enero de 2010
Locales | 17 Ene (Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos).
Cuando me levanté encendí la luz y la luz se hizo. Abrí la llave de agua y un fuerte chorro de agua potable salió por la canilla. Aunque afuera la temperatura no superaba los 7 grados centígrados, en el interior un confortable calorcito hacía innecesario cualquier abrigo. Encendí la cafetera y me fui a dar un ducha. Como todos los días. Todo tan normal como siempre. Y aunque al otro lado del mundo, sé muy bien que mis afectos en Uruguay también disfrutan de las comodidades básicas que permite la vida moderna. Excepto, claro, la calefacción, totalmente innecesaria en el tórrido enero del Hemisferio Sur.
Tras la ducha puse un par de rodajas de pan en la tostadora y esperé el clásico sonido que se produce cuando son expulsadas, listas para agregarles una generosa porción de manteca o de crema. Abrí la botella con jugo de naranja y serví un vaso. Prendí la televisión y me dispuse a desayunar antes de iniciar mi segundo trabajo.
Fue entonces, solo entonces, cuando me di cuenta los privilegios de que gozo. Las desgarradoras imágenes provenientes de Haití, el último simulacro del infierno en la Tierra, mostraron una ínfima parte del horror que vive el país más pobre de América Latina tras el terremoto que asoló esa parte de la isla, reduciendo a escombros buena parte de Puerto Príncipe, la capital del empobrecido país. Y sin embargo, su población de 9 millones hace muchísimo tiempo que vive un terremoto económico y social. Como siempre sucede, la desigualdad es la madre de todos los dolores y problemas.
Haití es uno de los países con peor distribución del ingreso en todo el mundo. El 10% más pobre solo recibe el 0,7%, mientras que el 10% más rico se lleva el 47,7%. Casi la mitad de la población mayor de 15 años es analfabeta. Casi el 75% de las casas (de madera y lata) no tiene saneamiento; menos del 40% de la población tiene acceso al agua potable; no hay servicio de recolección de basura y el 80% de la población está de-sempleada. El salario promedio no supera los 50 dólares mensuales, es decir unos 1.000 pesos uruguayos.
El 80% de la población sobrevive por debajo de la línea de pobreza, con menos de un dólar al día; la tasa de mortalidad infantil es del 59,7 por mil nacidos vivos, la más alta de América y solo superada por países africanos y algunos asiáticos; apenas el 24% de los partos son atendidos por personal médico calificado; la expectativa de vida cayó de 52,6 años (2002) a 49,1 años (2005), la más baja de América Latina y solo superior a algunos países de África, Bangladesh, Laos y Afganistán. Con aproximadamente 120.000 infectados de VIH (el 2,2% de la población), es uno de los países con más problemas por el SIDA. Y aun así, nada fue comparable al horror de esos segundos en que la Tierra tornose en enemiga, en esos instantes en que entre espasmos se llevó unas 50.000 vidas y destrozó las de millones de personas. El terremoto en Haití, en alguna medida, nos vuelve a la realidad, la triste realidad de lo efímero; del instante en que nos toca pasar por esta Tierra.
Mientras el mundo se vuelca a ayudar generosamente a los millones de damnificados que ni siquiera agua potable tienen, la lección de la naturaleza sigue siendo la misma. Por buenos que pensemos que somos, estamos aquí lo que dura un suspiro. Por eso mismo, que ese instante valga la pena para nosotros pero especialmente para los demás.
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