Paysandú, Domingo 24 de Enero de 2010
Locales | 18 Ene Cruzamos el puente con dirección a Paysandú y ya nos sentíamos en nuestro propio terruño, al “norte del río Negro”. El cansancio no daba respiro, tras haber recorrido más de 400 kilómetros desde La Paloma bajo la alternancia de Sol y lluvia característica de estos primeros días de enero, pero las cortas vacaciones llagaban a su fin y había que llegar temprano a casa, y así poder preparar las cosas para el próximo día. Ese tramo nos resultaba harto conocido: la zona de la comisaría “El Águila” es particularmente peligrosa por sus continuas subidas y bajadas muy cortas y abruptas, por lo que adelantar un vehículo con seguridad puede significar varios minutos de espera “en cola”.
Allí han sucedido terribles accidentes que cobraron muchas vidas, incluso de viajeros sanduceros, justamente por adelantamientos suicidas en lugares sin visibilidad. El ser consciente de esto nos mantenía alerta, atentos al intenso tráfico de frente para no ser sorprendidos por algún imprudente al otro lado de la cuesta. Y allí íbamos al atardecer, rumbo a casa cuando en un bajo del terreno la música de la radio se silenció un instante. Estábamos solos transitando entre dos cortas elevaciones por lo que parecía inocente distraer un segundo la vista para leer la pantalla del equipo, y así lo hicimos. Todo el procedimiento no tardó más de 3 segundos, pero al volver a fijar la mirada sobre el pavimento nos invadió una sensación de pánico y estupor, al encontrar los faros de dos tremendas Hilux doble cabina justo en frente, por nuestra senda y adelantando camiones que no le daban lugar para refugiarse de su lado.
Un cálculo instantáneo de la mente estimó que el impacto ocurriría en medio segundo y que todo estaba perdido, cuando desde el fondo de los recuerdos surgió la voz de nuestro maestro de conducción que siempre nos repetía: “¡Un impacto de frente, jamás! ¡Cualquier cosa menos eso!” No quedaba otra que moquetear violentamente la dirección hacia la derecha, rumbo al terraplén de la banquina, descartando que cualquier consecuencia sería menos mala que la muerte segura de todos los ocupantes de nuestro vehículo, incluso de las dos niñas que iban en el asiento de atrás. Solo esperamos que la maniobra resultara, que los que estaban delante no cometieran el error de sus vidas tirándose a su izquierda y que Dios nos ayudara. La camioneta respondió al instante al volantazo, los amortiguadores de un lado se comprimieron al máximo mientras los otros se extendían por el violento viraje y frente al parabrisas se pudo ver el verde de los pastos, allí abajo del terraplén. Entonces sonó la segunda alarma de nuestro cerebro: “¡Controlá el pánico y manejá todo lo que puedas hasta que el auto se detenga completamente!” Las voces grabadas a fuego lograron su objetivo la nueva corrección del volante evitó el golpe seguro a un cartel indicador con columna de hormigón, que pasó a milímetros del costado derecho. La buena noticia era que todavía estábamos vivos y enteros y por lo tanto, había posibilidades de salir airosos de la situación. Sólo restaba controlar el derrape lateral sobre la banquina de piedras y bitumen, para lo cual recurrimos a toda la experiencia de años de manejo para peinar el acelerador y lograr así la mínima tracción trasera necesaria y corregir milímetro a milímetro el volante utilizando todo el ancho de la bendita faja de seguridad.
Es increíble la velocidad a la que aparecen los pensamientos en situaciones límite. Todo esto sucedió en no más de cuatro segundos, quizás mucho menos. No hubo comentarios de ningún tipo, gritos o manotazos desesperados, aunque todos sabíamos que sólo un milagro nos había llevado hasta el otro lado. “Eran argentinos”, dijo una voz entrecortada en la cabina unos metros más adelante. Y no nos sorprendió.
Es que aunque los turistas ya no son los más rápidos de la ruta –se los ve cada vez más moderados en el acelerador--, los argentinos son muy proclives a ignorar la doble línea amarilla que prohíbe los adelantamientos, simplemente porque en su país suelen estar pintadas en lugares donde en realidad debería estar permitida la maniobra. Pero en Uruguay este indicador es posiblemente el que está mejor dispuesto, y donde indica que no se puede pasar es porque realmente no hay suficiente visibilidad. Pero ellos no lo saben. En esta emergencia todas las previsiones de seguridad tomadas antes del viaje fueron determinantes para el feliz desenlace: las cubiertas eran nuevas y estaban correctamente infladas, lo que evitó un desenllante; los amortiguadores traseros –que estaban gastados— se habían cambiado; la dirección y la suspensión, como siempre, estaban en perfectas condiciones. La velocidad no era excesiva –110 kilómetros por hora, que permite este tipo de maniobras— y los años de “chiveo” y el haber contado con un excelente maestro de manejo, también fueron clave. Jugó en contra un instante de distracción que no permitió prever con más tiempo la maniobra. Pero nada opaca el hecho de que en realidad, fue un milagro lo que evitó la tragedia.
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