Paysandú, Domingo 14 de Febrero de 2010
Opinion | 07 Feb Aunque ni siquiera a nivel oficial se cuenta con cifras exactas, no es aventurado especular con que entre el 20 y el 30 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI) de nuestro país se genera en la actividad informal, es decir que no paga impuestos ni tributa cargas sociales, lo que afecta negativamente el tejido socioeconómico, además de la recaudación del Estado.
Ello es un indicativo de que pese al paso de los años, lejos de tomarse conciencia sobre compromisos que deben asumirse como una cosa natural, sigue floreciendo la cultura de la evasión y del todo vale, propio de nuestra idiosincrasia, que es la vez estigma y factor de realimentación del subdesarrollo.
En su momento un estudio realizado por la Universidad Católica del Uruguay para la Cámara Nacional de Comercio daba cuenta de que la actividad informal en el año anterior se situaba en el entorno del 37 por ciento, en tanto en la década de 1960 era del orden del 6 por ciento y paulatinamente ha ido creciendo hasta llegar a este nivel, que supera el promedio de los países de América Latina.
Estas cifras fueron cuestionadas desde esferas de gobierno, pero cualquiera sea el guarismo exacto de informalismo, no puede obviarse que se trata de un valor muy alto aún para un país del Tercer Mundo. Estamos precisamente ante cuantiosos recursos que circulan sin a la vez generar la contrapartida legal y de sustentabilidad para las partes involucradas, tanto Estado como privados, y no habla bien además de la propia institucionalidad y el ordenamiento legal del país.
Lamentablemente, todavía en nuestra sociedad existe un alto grado de tolerancia hacia el evasor y la economía informal, desde que por un lado se valora por muchos ciudadanos como un acto de “viveza criolla” el hacer una “verónica” a la voracidad del Estado, sin tener en cuenta que quien así actúa en realidad nos está metiendo la mano en el bolsillo a todos, quienes debemos pagar los impuestos propios y los que no asume el evasor. El Estado deja de percibir recursos en perjuicio de su funcionamiento y para sostener áreas fundamentales como la salud, la educación, la seguridad, la construcción de viviendas, entre otras. A la vez, en el caso del Banco de Previsión Social, continúa deteriorándose la relación activo-pasivo, lo que va en contra de las posibilidades de mejorar las prestaciones y sobre todo de dar sustentabilidad a un régimen cuyo futuro está muy comprometido en este perfil por una conjunción de factores negativos.
Ergo, el informalismo no beneficia a nadie, ni siquiera a los que lo practican, y perjudica a la economía, con miles de millones de dólares anuales que circulan por fuera de las normativas vigentes, incluyendo el trabajo en negro, la venta informal en la producción y comercio interno. El punto es que existen factores que lo alientan, como la alta carga impositiva, y serias carencias en controles, los que siempre se dirigen a los que están registrados, y ello es determinante para que al fin de cuentas resulte buen negocio trabajar al margen de las normativas vigentes.
Esta problemática debería requerir especial atención del presidente electo y su elenco, porque a la vez debe formar parte de la reforma del Estado, por un lado haciendo que éste gaste menos y mejor, porque mientras haya mayores necesidades fiscales está latente la alternativa de recaudar más mediante un aumento de los impuestos vigentes o de incorporar nuevos.
Una mejor performance en este sentido, además, sería positiva para tender a revertir la percepción –que no es infundada— de que los impuestos que se pagan no son utilizados criteriosamente por el Estado, y que en realidad se está sosteniendo una gran burocracia y una ineficiencia crónica que no se traduce en retorno en obras ni en mejores servicios a la sociedad.
Por lo tanto, las soluciones reales para el informalismo, entre otros aspectos, pasan por lograr una mayor eficiencia del Estado más que endureciendo las sanciones a los mismos de siempre, que si bien en cierta medida son evasores también, igualmente aportan fortunas al Estado –incluso en algunos casos sacrificando la rentabilidad de la empresa hasta llegar a números en rojo--, mientras que a los que están totalmente en infracción nadie los toca. De otra forma solo se logrará recaudar más a costa del empobrecimiento de las empresas que se esfuerzan por hacer las cosas bien, como se desprende de los números de 2009, que en plena crisis la DGI registró un aumento en sus ingresos de más del 2%, mayor que el crecimiento de la economía.
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