Opinion | 02 Mar La aplicación de una nueva ley de tránsito, cuyo cometido fundamental fue disminuir sustancialmente la siniestralidad y por ende salvar vidas humanas, enfrentó en primera instancia los lógicos problemas de reglamentación, a lo que luego se sumaron una serie de dudas relacionadas a su entrada en vigencia.
Muchos de sus contenidos generaron controversia y fueron, en primer momento, literalmente ignorados por un porcentaje de los conductores, seguramente convencido de que la falta de recursos económicos y humanos para su fiscalización desembocaría en una suerte de anulación “de hecho”, propiciado por el rechazo explícito de la mayoría. Sin embargo se lograron avances.
Aún con dificultades, tanto las intendencias como el Ministerio del Interior ajustaron detalles logísticos y establecieron un sistema de control medianamente eficaz, aunque en muchos casos exiguo ante el creciente espíritu transgresor de los conductores. Pero el obstáculo más difícil por sortear trasciende los alcances de la fiscalización y hunde sus raíces en cuestiones netamente culturales.
Un alto porcentaje de la población comprendió el alcance nacional de la Ley, pero continúa utilizando los elementos de seguridad (como caso y cinturón) con el único afán de evitar la penalización y no como medida indispensable para proteger su vida. Esto lleva a que la disminución de los controles, fundamentalmente durante la noche y los fines de semana, sea directamente proporcional a los índices de transgresión. Debemos entender que el tránsito es mucho más que evitar multas. Es un complejo sistema en el que la voluntad individual repercute en un todo donde inesperadamente podemos convertirnos en víctimas. Es tiempo de comenzar a cuidarnos, sin necesidad que alguien nos indique cómo y por dónde debemos ir.