Paysandú, Miércoles 10 de Marzo de 2010
Locales | 07 Mar (Por Horacio R. Brum) “¡Alinearse!... ¡Dejar sus bolsos en el piso y dar un paso atrás!... ¡Cada uno debe permanecer frente a su bolso!” No son éstas las voces de una revisión carcelaria, sino las instrucciones que recibimos los pasajeros del vuelo de LAN Chile procedente de Buenos Aires, al desembarcar directamente en la pista del aeropuerto de Santiago.
Tras casi una semana de espera, fuimos citados a la terminal bonaerense de Ezeiza a las cuatro de la mañana, con la promesa de volar hacia Chile a las nueve. En los mostradores de embarque se nos informó que por razones operativas, no salíamos sino hasta las tres y media de la tarde; casi catorce horas después de iniciada la odisea, tuvimos que pararnos como reclutas sobre la losa del complejo aeroportuario que alguna vez simbolizó la modernidad chilena, para que los perros que defienden la salud agrícola de su patria olieran nuestro equipaje de mano, en busca de productos capaces de transportar plagas. Resultado de la operación: un durazno en la mochila de un estudiante argentino y una bolsa de nailon en la cual solamente quedaba el olor a sándwiches de jamón. Ya declarados personas agrícolamente sanas, se nos autorizó a buscar nuestras valijas, también alineadas sobre la pista. De allí, a otra fila que conducía a un rincón exterior del edificio, donde cinco funcionarios policiales realizaron el control de documentos. Con una cola más se pudo llegar a las carpas de jardín que albergaban a los servicios de alquiler de autos, taxis u ómnibus, para finalmente emprender el camino a casa a través de lo que, según algunas imágenes difundidas por los medios internacionales, era una ciudad semidestruida por el terremoto del sábado 27 de febrero.
No hay dudas de que el aeropuerto es una cáscara, llena en de restos de construcciones interiores que, en la opinión de los arquitectos diseñadores del edificio, no debieron haberse hecho. Cuando la obra fue entregada por el Estado a los concesionarios, éstos la modificaron a su gusto y conveniencia, agregando, entre otras cosas, paneles de cielorraso de plástico y metales livianos, que en el momento de la catástrofe se descolgaron y cayeron como guillotinas. En un atardecer de verano con una agradable temperatura, poco mostró la entrada a la capital que revelara la catástrofe ocurrida unos días antes. La acotación del taxista, referida a que iba a modificar su ruta habitual porque la autopista estaba agrietada y un puente destruido, casi pareció desmentida por el ritmo usual de la Alameda, la principal avenida santiaguina, donde funcionaba con normalidad el transporte público y los empleados y funcionarios que salían de sus trabajos llenaban sin angustias visibles las mesas de las veredas de los cafés, bares y confiterías. Ya en el barrio de Providencia, donde vive este corresponsal, nada alteraba la calma de las amplias calles arboladas y en la casa, un apartamento de un sólido edifico de los años 50, apenas algunos libros caídos de los estantes, el televisor que se desplazó de su lugar con su mesa rodante, y los cuadros torcidos, daban la idea de alguna situación anormal. Veinte cuadras al sur, sin embargo, varios edificios de construcción moderna quedaron inhabitables, al igual que decenas de estructuras similares en Ñunoa y Santiago, dos de las comunas vecinas, que han sido escenario principal del “boom” inmobiliario de la capital de Chile. Esas son las zonas donde las empresas constructoras levantaron miles de departamentos para lo que los expertos en estudios de mercado y algunos sociólogos dieron en llamar la “clase emergente”, chilenos a quienes la estabilidad de la economía les permitió acceder, créditos mediante y sin ningún margen para el ahorro, a los productos más variados de la sociedad de consumo y a viviendas en áreas alejadas de sus humildes barriadas de origen. El problema es que, al no contar con ahorros ni provisiones para las emergencias, como seguros, se encuentran ahora con propiedades invendibles y sin dinero para adquirir otras. Las empresas constructoras ya están intentando escapar de sus responsabilidades y muchas solamente ofrecen reparar los edificios, sin tener mucho en cuenta el temor de la gente a que las situaciones de catástrofe vuelvan a repetirse. En una declaración de ya se ha hecho célebre, el presidente de la Cámara de la Construcción dijo que no hay que preocuparse porque los edificios estén inclinados, ya que la Torre de Pisa ha permanecido así durante muchos siglos, sin derrumbarse... En los supermercados de Providencia, una de las tres comunas más ricas de la capital, la escasez de algunos productos es momentánea y las góndolas se rellenan con rapidez, pero es precisamente en el funcionamiento con apariencia de normalidad de las actividades comerciales donde reaparece el Chile de las inequidades y las injusticias. Muchas de estas empresas han publicado grandes avisos en los diarios y la televisión, con mensajes de tono sensiblero, destacando que sus empleados están haciendo un esfuerzo voluntario para aliviar el sufrimiento provocado por el terremoto. Mientras compraba el pan en el supermercado Líder, de una de las principales cadenas nacionales, este corresponsal pudo oír a la joven encargada de la balanza comentar en voz baja a una colega, con expresión triste, que le gustaría ir al sur del país, a ver cómo está su familia, pero que no puede permitirse dejar de trabajar.
Más tarde, un técnico que vino al departamento a reparar el teléfono, entró en confianza y se lamentó de que se les está exigiendo hacer más y más, con la misma cantidad de personal. El afán por presentar una fachada de vida normal ya parece tener ribetes de irresponsabilidad: hay tiendas que han abierto a pesar de que sus edificios tienen fisuras y continúan los desprendimientos de material. Pero lo más impresionante es que de ellas entran y salen clientes, a la compra de productos que en modo alguno son de primera necesidad. Por otra parte, son muchas las instituciones educativas que se proponen comenzar sus clases, cuando tienen sedes parcialmente afectadas o todavía no han completado los procesos de evaluación estructural. En el sur del país, entretanto, continúa imperando la destrucción, si bien las fuerzas armadas han logrado restaurar el orden, aunque con métodos que a veces traen recuerdos de tiempos más oscuros. Amnistía Internacional emitió un comunicado en el que insta a respetar los derechos humanos de los detenidos, el mismo día en que la televisión mostró imágenes del puerto de Talcahuano, donde un soldado obligaba a patadas a abrir las piernas, a un supuesto saqueador tendido en el suelo.
En la vecina Concepción, el centro vuelve paulatinamente a la normalidad, pero en las áreas suburbanas los vecinos continúan atrapados por la psicosis de los saqueos y realizan patrullas nocturnas. En el anecdotario, aparecen otras carencias y limitaciones de la tan mentada modernidad chilena, que tuvieron incidencia en los efectos del fenómeno. Según las fuentes del servicio estadounidense de monitoreo de terremotos, cuando su instrumental detectó lo ocurrido y se llegó a la conclusión de que podía haber un gran maremoto, se intentó hacer contacto telefónico con la Armada de Chile, pero los primeros esfuerzos fueron infructuosos, porque a este lado de la línea no hallaron a nadie que hablara inglés. Hay que subrayar que los datos más precisos sobre la fuerza del terremoto provinieron de los Estados Unidos, porque Chile no tiene un sistema nacional de medición sismológica.
En un país que se precia de ser líder latinoamericano en telefonía celular, la red permaneció varias horas inutilizada por falta de energía eléctrica y las autoridades no contaban con teléfonos satelitales. Curiosamente, en los diarios de esta semana ha aparecido Uruguay como uno de los principales donantes de estos aparatos, entre los países que están entregando ayuda.
En otro aspecto de los problemas de información, la cifra de muertos de lo que va de la semana está bajando a la mitad, por errores en la contabilidad, ya que se mezclaron decesos y desapariciones. Ahora comienza a florecer el gran mito nacional: la solidaridad de los chilenos. Por todas partes hay estudiantes pidiendo ropas, alimentos y dinero para las víctimas, pero con una organización tan vaga, que deben recorrer los comercios mendigando cajas para poner esa ayuda. Entre lo que reciben, hay cosas que arrojan serias dudas sobre esa “solidaridad”: calcetines solitarios, ropa interior usada y hasta fajas estéticas. Rápidamente se ha organizado una Teletón, la cual, como el evento bianual de apoyo a los niños lisiados, será una ocasión para el gran ejercicio catártico de una sociedad que, en tiempos normales, declara en las encuestas que los pobres son tales por haraganes, o que sólo confía en sus familiares más cercanos. Dentro de un año, es probable que los bomberos sigan siendo voluntarios que deben salir a la calle alcancía en mano para financiar sus actividades, que las normas de la construcción sigan tan relajadas como antes del 27 de febrero y que las casas de los ricos sean más sólidas que las de los pobres. A juzgar por la cierta periodicidad de estos grandes desastres, los chilenos tienen entre 25 y 30 años para olvidar los efectos materiales y sociales de un terremoto.
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