Paysandú, Viernes 12 de Marzo de 2010
Locales | 07 Mar (Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos) Varias veces he comentado que la experiencia del emigrante depende de quien la vive. Hay quienes se han trasladado con su familia cercana, por lo que si bien son afectados por un medio ambiente diferente y deben acostumbrarse a una cultura que no les es propia, se sienten cómodos en su ambiente personal, rodeados de los suyos, como allá en su país de origen. Hay otros que si bien se han trasladado solos, en los países receptores han encontrado pareja, se han casado, formado una familia y también ha encontrado un ambiente propio donde se sienten rodeados por sus mejores afectos.
Otros aun, llegamos solos y así permanecemos en el país receptor, con amigos, con personas que estimamos, pero esencialmente viviendo en solitario la experiencia emigrante. Los afectos quedaron allá en el paisito, tan cerca como el corazón, pero geográficamente al otro lado del mundo. Eso se nota, especialmente en algunas circunstancias especiales.
Ocurrió el viernes a la noche. Un teléfono cuya línea ya prácticamente no utilizo, había recibido al mediodía un mensaje de texto desde el paisito, pero no lo vi sino hasta antes de irme a dormir, unas horas antes de comenzar mi ruta de periódicos. Leerlo me causó una profunda conmoción. Con un lenguaje descarnado y directo, indicaba que el menor de mis tres afectos esenciales estaba por ser operado en el apéndice, de urgencia, en un sanatorio en Paysandú.
Llamar en la madrugada a Paysandú es sinónimo de que nadie atienda el teléfono. Solo en la habitación, las ideas en estampida eran incapaces de coordinar razonamiento alguno. Dormir imposible, aunque había que ir a trabajar de todas formas.
La impotencia de medio mundo entre ambos, la imposibilidad de estar ahí cuando era necesario estar, es un sentimiento cruel que se apodera de los emigrantes más tarde o más temprano, por la enfermedad de un ser querido, un accidente y a veces algo peor e irreparable. En la ruta de periódicos cometí varios errores que debí corregir, desandando varias veces el camino. En determinado momento pensé que había perdido la billetera, con escaso dinero, pero con todas las tarjetas de crédito, la tarjeta de retiros en efectivo y mi identificación, la licencia de conducir. Retorné al único lugar donde me había bajado momentáneamente del auto, pero nada. Finalmente, con la ayuda del Barba probablemente, la billetera apareció, atrapada entre los asientos, dentro del auto.
Conducía como autómata, con mi pensamiento a medio mundo de distancia, allá donde uno de mis afectos esenciales aparentemente había sido operado, y yo sin saber nada. Las horas pasaron, aunque a mí me parecía que el tiempo se había detenido. De nuevo el teléfono no contestaba. Así que busqué otros familiares para que a su vez buscaran información.
Finalmente supe que mi hijo no había sido operado aun y que estaba en observación, mientras se le hacían estudios complementarios. Horas después, pude hablar con él. Sentir su tierna voz provoca en mí siempre encontrados sentimientos, porque la distancia pesa, pero saberlo mejor, sentir su risa, escuchar sus explicaciones, hizo que mi alma retornara a su sitio.
Esta historia no es diferente a la que viven miles y miles de emigrantes cada día, a lo largo y ancho del mundo. Simplemente, esta vez me ocurrió a mí. Si quedarse es para valientes, irse no es ciertamente para cobardes.
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