Paysandú, Viernes 19 de Marzo de 2010
Opinion | 17 Mar El devastador terremoto que estremeció Chile días pasados puso de manifiesto una serie de irregularidades en los sistemas de prevención y emergencia de ese país, que según sus habitantes fueron determinantes para que más de 500 ciudadanos perdieran la vida bajo los escombros de modernos edificios derrumbados en el tremor que literalmente desplazó ciudades enteras varios metros en el globo terrestre.
De acuerdo a manifestaciones vertidas a EL TELEGRAFO por nuestro corresponsal en Santiago, Horacio Brum, la pujanza económica de Chile esconde una realidad de pobreza y corrupción develada en cientos de construcciones de alto valor supuestamente antisísmicas, que hoy están inhabitables por fallas estructurales o directamente hechas escombros. Por otra parte, sus propietarios se habían endeudado hasta el límite para comprar sus hogares quedando sin capacidad de ahorro, por lo que ni siquiera cuentan con seguro que cubra estos siniestros.
También las carreteras sufrieron serios desperfectos con caída de puentes, pasos elevados y destrucción de pavimentos, dejando varias zonas del país aisladas por tierra. Esto es en Chile, un país próspero pero aún del Tercer Mundo, “tierra de catástrofes” a decir de su presidenta, Michelle Bachelet. Pero a pesar del negro panorama tras la tragedia, no le ha ido tan mal a los chilenos si consideramos que se trata de uno de los cinco terremotos más fuertes registrados con tecnología moderna, que alcanzó 8,8 en la escala Richter. Bastante más moderado fue el que destruyó Ciudad de México en 1985, de 8,1 grados, y que además de paralizar el país por meses dejó más de 10.000 muertos, o el de 6,1 grados de San Francisco, EE.UU. en 1989, que se saldó con 300 víctimas fatales y nudos de supercarreteras en el piso, en una ciudad considerada de las más seguras del mundo en materia de prevención antisísmica. Ni siquiera se le compara el que sufrió recientemente Haití, que con “solo” 7 grados de magnitud Richter dejó más de 150 mil muertos en el país más pobre de América. Muchas de las decenas de réplicas –que aún se siguen manifestando— en el país de los Andes superan en intensidad a la mayoría de los movimientos telúricos mencionados.
Esto de por sí habla muy bien de nuestros hermanos chilenos y nos sirve para aprender sobre cómo se hace una verdadera prevención de catástrofes. ¿Qué hubiera pasado si un desastre de esa magnitud hubiese sucedido en Uruguay? Por supuesto, aquí no hay terremotos, ni huracanes ni maremotos, pero sí importantes inundaciones y vientos “huracanados” que nada tienen que ver en intensidad o poder destructivo con los verdaderos huracanes. Quizás el fenómeno de mayor poder destructivo que se manifiesta por estas latitudes sean los tornados, pero aun éstos no se comparan con los Categoría F5 que suelen arrasar con todo a su paso por el “corredor de los tornados” en el centro oeste de Estados Unidos. De todas formas, a nuestra escala cada tanto tenemos emergencias.
Por ejemplo, el “Paterno” --según las estadísticas-- crece más de lo normal al menos una vez por década, como ocurrió en diciembre pasado. Pero a pesar de la lentitud con que lo hizo y las previsiones de su alcance, el Comité de Emergencias local no podía desalojar las viviendas hasta que el agua estaba en la puerta, porque no contaba con planos altimétricos de la ciudad que indicaran a qué cota estaba cada calle.
Respecto a los vientos, en Paysandú no funcionan los aparatos de medición y no hay radares Doppler –probablemente no haya ninguno en Uruguay-- que son los únicos instrumentos para anticipar y medir tornados, que en otros países son material de hobbistas. Tampoco están aceitadas las comunicaciones; cuando Colonia Juan Gutiérrez quedó aislada por la crecida del río Queguay, sin electricidad ni agua y a punto de agotarse las baterías de los últimos celulares operativos, el Comité de Emergencias tomó conciencia de esta situación recién cuando EL TELEGRAFO se lo hizo saber.
Mientras tanto, “regularizamos” barrios enteros en zonas inundables a un costo de millones de dólares y gastamos otro tanto en erradicar asentamientos de las zonas de riesgo para luego hacer la vista gorda por años a los nuevos que se generan en los mismos sitios. Entonces, apenas llega la siguiente creciente asistimos a las familias en desgracia para que vuelvan a construir sobre los cimientos de la vivienda que el agua arrasó. No hay una política de tierras a largo plazo, ni planes de viviendas que atiendan estas irregularidades que perduren más allá de un período de gobierno.
Las administraciones municipales se suceden pero no se hace nada. Y como todo es “una emergencia”, desde la situación social de los damnificados hasta el barrio donde viven, por supuesto que nadie tiene una póliza de seguros que cubra al menos en parte los daños sufridos. Pero dejando de lado las inundaciones, hay otros riesgos que tampoco están bien cubiertos por nuestros sistemas de contención. Sin ir más lejos, Paysandú es probablemente la ciudad con mayor cantidad de industrias del Interior, por lo que potencialmente podría ocurrir un incendio de proporciones mayúsculas. De hecho ya ha ocurrido, y para poder sofocarlo y evitar así una tragedia en grande hubo que solicitar apoyo a los Bomberos Voluntarios de Colón (Entre Ríos), porque nuestro cuartel no tiene una autobomba con espuma química que apague combustibles líquidos. Tampoco hay suficientes hidrantes para las autobombas en la ciudad, por lo que mientras se reabastecen el fuego vuelve a tomar fuerza. Con todo esto, no quedan dudas que estamos muy mal preparados para las emergencias. Que la tragedia de Chile nos sirva para aprender y poner las barbas en remojo.
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