Paysandú, Martes 23 de Marzo de 2010
Locales | 19 Mar “Había escuchado varias veces el cuento, pero jamás le presté importancia”, comenzó contando nuestro interlocutor, quien pidió reserva de su nombre al momento de aceptar la invitación para confesarnos su experiencia.
“Como otras veces, pasaba por el camino revisando la alambrada y asegurándome que no hubiera animales sueltos. La tardecita estaba húmeda y fresca. Las lluvias eran muy fuertes y el cielo estaba todavía muy cargado, presagio de que por la noche continuaría la tormenta. Pasar frente al campo santo lindero a un predio destinado a la pradera no me inquietaba, de hecho siempre lo hacía, aunque confieso que ese día me costó mucho más conciliar el sueño”.
“Primero fue como un lloriqueo, como si se tratara de una mujer que desde lejos parecía lamentarse, pero a medida que mi tubiano se acercaba a ese cementerio familiar, el sonido fue de menor a mayor. De pronto, el caballo se detuvo bruscamente. Se paró en dos patas y un fuerte relincho me confirmó que el animal hasta ahí llegaba. La luz natural no era suficiente y me impedía ver con precisión. Una imagen algo difusa parecía moverse detrás de unos espinillos. Yo estaba a unos 40 metros, no más. Para mi gusto hasta demasiado cerca. Mayor fue mi asombro, cuando una mujer de largo vestido blanco y de oscura cabellera me hacía señas desde el pie de una de las tumbas, algo así como que fuera hasta el lugar”.
“Mientras trataba de controlar mi adrenalina y sujetar firmemente las riendas, intenté fijar mejor la vista. La noche se vino de golpe y no sé cómo ni de donde saqué fuerzas y, tras encomendarme a todos los santos, decidí ir hasta el lugar. Sujeté el caballo en uno de los piques de la alambrada y comencé a caminar en procura del encuentro con la mujer. Cuando la distancia se fue achicando, un rayo estremeció los campos y por unos segundos el cielo se iluminó como si fuera de día. Cuando volví la vista hacia las tumbas y los espinillos, el llanto de la mujer ya no se escuchaba. Seguramente el rayo me distrajo, fue un segundo, pero se ve que fue el tiempo suficiente como para que no pudiera seguir con la mirada lo que pasaba en la punta de una cuchilla, donde 5 tumbas conservan los restos de dos generaciones de una familia amiga”.
“Lo que parecía una ilusión óptica o una simple imaginación de mi mente, terminó superando mi capacidad de asombro, cuando al momento de acercarme al pequeño cerco de rejas que divide las tumbas, vi el vestido blanco de la mujer cubriendo a una de las lápidas. Mayor fue mi estupor cuando más tarde y de regreso a casa se lo mostré a mi esposa. Fue solo para saber si se trataba de una broma y si alguien la había puesto a propósito en ese lugar”.
“Recuerdo que mi mujer me miró fijamente a los ojos y dijo con voz temblorosa: ‘yo conozco este vestido. ¿De dónde lo sacaste? Este vestido se lo hizo mamá para el cumpleaños de quince de esa muchacha y sabés bien que hace unos diez años falleció. No es la primera vez que pasa esto. Otros vecinos han encontrado otras prendas –también en el cementerio– que pertenecieron a esa chica’”. Al terminar con el relato, nuestro personaje hizo una breve pausa, se frotó las manos, extrajo un pañuelo desde un bolsillo trasero de su bombacha y, con ojos casi desorbitados, terminó diciendo: “no sé cómo me animé a contarle esta historia. No quiero que piensen que estoy algo tilingo pero, mi querido amigo, ¿sabe una cosa? que las hay las hay”.
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