Paysandú, Miércoles 24 de Marzo de 2010
Locales | 19 Mar Es descendiente de alemanes y a muy temprana edad sintió una fuerte atracción por los instrumentos musicales, particularmente el acordeón. Enrique Perg tiene 77 años y nació en la colonia San José, en las cercanías de Arroyo Malo. Actualmente vive de una jubilación por discapacidad. En oportunidad de nuestra visita estaba a punto de almorzar. Según los vecinos, por las tardecitas y sentado frente al zaguán de su casa don Enrique improvisa algunos acordes, inundando la atmósfera del lugar con la música que reproduce con envidiable habilidad en una pequeña acordeona, que toca desde hace 70 años.
Aprendió a ejecutar el instrumento a los 7 años, mirando a músicos que llegaban desde lejos a su casa. Un tío le enseñó los primeros piques y algunos secretos que aceleraron el proceso de aprendizaje. Las ganas y dedicación por aprender hicieron el resto.
“Era el más chico de seis hermanos y cuando ellos se iban a trabajar yo la pasaba todo el tiempo tocando. Al tiempo, un señor de apellido Andino me enseñó una polca. Después seguí solo aprendiendo otras canciones. Hasta que un día llega mi hermano mayor y yo me encontraba tocando detrás de la puerta de casa y cuando escuché sus pasos, dejé de hacerlo. Él se detuvo, mientras en el apuro intenté esconder el instrumento. De pronto y con voz firme me dice ‘espere un poquito compañero, toque esa polca de nuevo’. Después que me escuchó dijo: ‘de aquí para adelante siga estudiando, pero le voy a pedir que cuide esa acordeona’”, recordó.
“Son tiempos que ya pasaron. Para mí la vida pasa sin sobresaltos. Aunque hace unos dos meses me pegué en la cabeza --resbalé en un almacén cerca de mi casa-- y ando con el cuello más o menos y ahí la voy llevando”, comentó don Enrique.
Don Enrique afirma que siempre tocó solo, pero en ciertas oportunidades integró un dúo junto a Sergio Lobato, residente del barrio Chaplin. “Fue este amigo que supo acompañarme con su guitarra. Con él recorrimos por un buen rato los polvorientos caminos de la campaña sanducera. Tocamos muchas veces, en cumpleaños y casamientos. En parque Armani, en El Eucalipto y en el barrio Chaplin, donde hacíamos un baile por mes en la casa de un tal Bustamante. Fíjese que las gurisas me iban a buscar a pie hasta el Paso Guerrero, lugar donde yo vivía por aquellos tiempos”.
Según relata este simpático veterano, tocaban con tanta velocidad que no se les veían los dedos. “De tanto tocar sentíamos como un hormigueo en las manos. Recuerdo que una vez en Parque del Daymán llegamos a tocar dos días y dos noches casi sin parar. También en otra ocasión y en Buricayupí estuvimos animando una fiesta uniendo las noches con los días. Estábamos tan enceguecidos tocando que nos pusieron a una muchacha entre medio para que nos encendiera los cigarrillos, porque no podíamos dejar de ejecutar las piezas y no teníamos margen de distracción. Por esas noches lo único que tomábamos era grapa o caña brasilera, así nomás, puro, sin hielo.
Solo cortábamos de vez en cuando un trozo de carne asada como para engañar el estómago, porque no había tiempo de parar para comer. Una vez nos contrataron por 36 pesos y nos fuimos con 1.100, por las propinas recibidas”, recordó.
“¡Sí, señor! Andábamos por todos lados”. Según don Enrique, por aquéllos tiempos venía muchísima gente de lejos a ver cómo tocaban.
Sobre el final de la charla, ejecutó la primera pieza musical que aprendió a tocar, la polca de Andino. Por supuesto que no faltó algún curioso que asomara la cabeza entre las cortinas de las ventanas. Al finalizar el tema, un par de tímidos aplausos aprobaron su demostración.
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