Paysandú, Jueves 25 de Marzo de 2010
Locales | 19 Mar Arrancaba la segunda semana de clases. La mañana de aquel lunes se presentaba luminosa y fresca. A los gurises poco les preocupaba si hacía frío o calor, la campana había sonado anunciando el recreo y los protagonistas ya habían armado el picado, esa especie de partido de fútbol improvisado donde en el imaginario inocente convive la ilusión de ser aclamados por la tribuna, aunque no exista. Demasiado pedir, cuando apenas un par de arcos hechos con troncos dan ciertas señales de que en ese predio se juega al fútbol.
La semana escolar recién comenzaba, pero los guardapolvos hacía un buen rato que habían perdido la pureza del blanco y las moñas eran solo un par de tiras azules colgando del cuello. El aire estaba cargado de gritos, reclamos de una falta que no existió y una maestra que desde lejos contemplaba inquieta el movimiento de los niños.
En ese extraño coliseo donde se baten deportivamente un puñado de gurises cobra vida la picardía y hasta el más “pata dura” intenta ponerle su toque personal al juego.
El partido está cerrado y el apremio del inminente final pone nerviosos a los protagonistas, que procuran inventar movimientos que desbaraten a la impenetrable defensa. El tiempo se consume y ese gol que no llega para definir el partido ahoga el grito sagrado de los que todavía sueñan con el milagro que les hará ganar el encuentro. Empecinados en no terminar hasta que el gol se consume, hay gurises a los que ya no les quedan uñas por comer.
Las galletas destrozadas en los bolsillos ya no formarán parte de la merienda mañanera, aunque eso poco importa cuando lo único que está en juego es el destino futbolero del equipo. De pronto, Gabriel –el guardameta del equipo atacante– mira de reojo a la maestra, quien campana en mano marcaría el irremediable final del recreo y por ende el término del partido de fútbol.
“¡Termina, termina, dale que termina!” grita descontrolado, intentando impulsar el último aliento a sus compañeritos que se lanzaban a la conquista en un furibundo contragolpe. La cerrazón provocada por la polvareda nublaba ciertamente las posibilidades de la conquista y cuando la mano de la maestra sacudió al viento la campana marcando el final del tiempo de esparcimiento, Felipe, apelando a su rapidez mental y aprovechando un descuido de los rivales, alcanzó a puntear el balón que cobró destino de gol cuando ni el más optimista imaginaba que ello pudiera ocurrir.
El griterío se entremezcló con el “talán talán” de la campana que sentenció la derrota de unos y promovió la victoria de otros.
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