Paysandú, Sábado 10 de Abril de 2010
Opinion | 05 Abr El reciente caso en el que un taxista sanducero resultó herido de arma blanca por un grupo de malvivientes que lo agredió cuando cumplía un servicio, sin siquiera alcanzar a cometer el atraco, indica el grado de distorsión y pérdida de valores que ha ganado terreno en nuestra sociedad, con una ola delictiva que no cesa y malvivientes, sobre todo en el caso de menores, que no tienen ninguna consideración hacia el prójimo ni les importa el valor de una vida humana.
Por supuesto, no estamos descubriendo nada, sino simplemente constatando prácticamente a diario, a través de hechos sucesivos, que estamos ante un escenario para el que no se han encontrado respuestas y que lamentablemente tampoco se han buscado a través de una conjunción de acciones de los organismos competentes.
Es indudable que estamos por ejemplo ante un Instituto Nacional del Niño y el Adolescente del Uruguay que no cumple ni por asomo con sus funciones básicas, porque no protege a los grupos para los que ha sido creado, por problemas de infraestructura pero también de capacitación y de gestión. Y paralelamente estamos ante una normativa que no responde a la realidad de hoy y que se ha quedado con el esquema de un pasado ya lejano, cuando la minoridad presentaba una problemática muy diferente.
Las normas legales están por cierto desacompasadas de la realidad y soslayan la esencia del tema, que es buscar por lo menos un equilibrio entre medidas que apunten a la recuperación del “infractor” amparado en la inimputabilidad, y paralelamente a proteger a las víctimas. Es elemental dotar al magistrado de mecanismos efectivos para adoptar decisiones que puedan cumplirse en salvaguarda de la comunidad, que pasan primero por la contención de los menores reincidentes y peligrosos, por establecer responsabilidades para sus padres y/o responsables –y que se apliquen efectivamente las sanciones a los omisos-- disponer de instituciones que puedan trabajar por lo menos con un mínimo de expectativas sobre su recuperación y a la vez también separar a los niños que están internados para su protección y que no han participado en actos delictivos.
En el esquema actual, lamentablemente, no se cumple con ninguno de estos preceptos, lo que explica que lejos de mejorar el panorama, nos encontremos a diario con nuevas manifestaciones de este flagelo y todavía con el delincuente tratado como si fuera víctima. El contacto de menores abandonados, con problemas familiares o en situación de calle, con los que ya son avezados delincuentes suele darse lamentablemente en los institutos del INAU ante carencias notorias en infraestructura, en tanto los “hogares” de supuesta seguridad para la contención no cumplen ni por asomo con sus cometidos, desde que los “infractores” salen más rápido que lo que entran.
Tenemos así que frecuentemente se cometen en Paysandú delitos en los que las víctimas identifican a determinados menores que deberían estar alojados en hogares del INAU en Montevideo, para encontrarse, ante las averiguaciones de la Policía, que los involucrados ya se habían escapado y que ni siquiera se había notificado a las autoridades locales de su fuga.
Estos elementos también deben ser sopesados por el juez a la hora de las decisiones, quien por más sentido común que tenga, está sujeto a lo que establece la ley. Pero, como en todos los órdenes de la vida, hay quienes aplican la letra fría con abstracción de la situación real, y otros que se preocupan realmente por administrar justicia, pese a las limitantes.
Por su lado, el Poder Ejecutivo y el Parlamento están en deuda con la ciudadanía, al no encarar decididamente esta problemática, y hemos tenido así en la administración anterior ministros del Interior que se han preocupado más por enrostrarle a la sociedad que es la culpable de que haya delincuentes por haber sido marginados, que por proteger a los ciudadanos que son víctimas de sus tropelías. También los legisladores del oficialismo se han ocupado de hacer creer que primero hay que trabajar en lo social y esperar que den resultado estas políticas, antes que adoptar medidas de contención y represión, por lo que se han negado sistemáticamente a adecuar las normas e incluso se han ocupado más de limitar la posibilidad de actuación de la Policía que por dotar a la fuerza policial de instrumentos para cumplir sus funciones de prevención y represión. Estos elementos explican solo parcialmente por qué estamos como estamos, pero indican las áreas en las que es preciso trabajar en forma persistente, con sentido común y los pies sobre la tierra, para alentar la esperanza de que es posible por lo menos empezar a cambiar las cosas.
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