Paysandú, Martes 13 de Abril de 2010
Opinion | 13 Abr Uno de los grandes desafíos que se abre para el país y que no es solo cosa de un período de gobierno ni de dos, sino del presente y el futuro, es sin dudas avanzar en la educación y la capacitación de las nuevas generaciones a través del conocimiento en apoyo al desarrollo y la mejora de la calidad de vida de la población.
El conocimiento no debe considerarse como un elemento abstracto, sino que en el caso de un país, sobre todo de las naciones en vías de desarrollo, es parte fundamental del valor agregado, que es un aspecto clave para las pequeñas economías como la uruguaya, que necesita establecer un valor diferencial que trascienda su perfil de exportador de materias primas o semiprocesadas, además de captar inversiones de empresas que siempre necesitan técnicos y mano de obra capacitada como condición indispensable para instalarse y/o reinvertir.
Este elemento es de real trascendencia en los países subdesarrollados, desde que a sus ventajas naturales deben agregar el capital humano indispensable para potenciar atractivos y recibir la inversión que hará la diferencia para el desarrollo, es decir el reciclaje de riqueza que redunda en mayor oferta de bienes y servicios, además de generar mayor poder adquisitivo para poder acceder a ellos.
Y es impensable lograrlo si en Uruguay no encaramos de una buena vez una reforma y actualización de la educación en todos sus niveles, pero precisamente no a través de la intrascendente y equivocada nueva Ley de Educación aprobada en este período, que solo se ocupa de distribuir el poder en los organismos de gobierno de la enseñanza, y que surgió de la presión de las gremiales del sector luego de las asambleas “populares” en las que solo participaron los directamente interesados, con la población al margen.
Es imprescindible contar con una enseñanza técnica y universitaria a tono con los tiempos, libre de prejuicios ideológicos, como el intento de mantener la omnipresencia y exclusividad del Estado en áreas en las que es posible y más aún necesario contar con el aporte privado, incluyendo la participación de empresas para invertir en la formación del capital humano que requieren.
Salvando las distancias, desde que por su tamaño y otras condicionantes tiene un escenario que no es posible trasladar íntegramente al Uruguay, la India es un buen ejemplo de lo que se puede hacer cuando hay un objetivo claro y se traza como política de Estado, que es la única forma en que se pueden obtener resultados a mediano y largo plazo.
Y precisamente cualquier país que aspire a ser innovador debe tener un buen nivel de educación superior, contar con fuentes de capital de riesgo y emprendedores. En este contexto, un sistema universitario debe ser un soporte clave para la incorporación del valor agregado a que nos referíamos, y sobre todo dejar de lado las abstracciones para apuntar a la combinación del conocimiento teórico con su aplicación práctica. No menos importante, el país debe hallar los mecanismos que promuevan la disponibilidad de fondos de riesgo, públicos y privados, para el desarrollo de pequeños emprendimientos que tengan el carácter de “semillero” y promoción de nuevas empresas.
No puede concebirse tampoco que estas líneas de trabajo resulten exitosas si a la vez en Uruguay no se proveen instrumentos como mayores incentivos fiscales para las inversiones en inteligencia y desarrollo, y una legislación más eficiente para estimular al máximo las potencialidades de los profesionales que se vuelquen a este tipo de emprendimientos. Pero, claro, no alcanza solo con los instrumentos a la espera de contar con interesados en su uso, sino que está pendiente un aspecto cultural que es preciso desarrollar gradualmente, y que refiere a ir dejando de lado el ideal tan arraigado del puesto público de por vida, para promover el espíritu emprendedor de riesgo como elemento diferenciador para generar riqueza, puestos de trabajo genuinos y estímulo del espíritu de superación como palanca fundamental para dar el salto de calidad que estamos necesitando.
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