Paysandú, Lunes 19 de Abril de 2010
Opinion | 15 Abr Se está abriendo paso entre los actores del esquema político nacional una iniciativa tendiente a promover modificaciones al sistema electoral vigente, que data de la reforma constitucional de 1996, y que en su momento era considerada como una necesidad impostergable para dar un baño de realidad a un sistema electoral que respondía a escenarios muy distintos para los que fue concebido.
En estos contactos han participado prominentes figuras partidarias, como el presidente José Mujica y el líder de Alianza Nacional Jorge Larrañaga, pero en mayor o menor medida prácticamente todos los actores políticos han esbozado o manifestado abiertamente críticas al sistema electoral vigente, sobre todo porque entienden que conducen al país a una extensa campaña electoral, de prácticamente dos años, entre las elecciones internas, las nacionales y las departamentales, y a la vez deja determinados vacíos que estarían desvirtuando los objetivos perseguidos por quienes idearon el sistema.
En el oficialismo hay voces que entienden incluso que debería convocarse una Asamblea Nacional Constituyente para promover una reforma constitucional que luego debería ser refrendada por la ciudadanía y que naturalmente deberá ponerse de acuerdo sobre los puntos esenciales que se pretendan modificar, pero sobre todo respecto a los elementos que se incorporarían.
Es cierto, el mejor tiempo para encarar una iniciativa de estas características es el actual, es decir lo más lejos que se pueda del próximo acto electoral y en lo posible, prever su aplicación para la consulta popular siguiente, de forma de evitar especulaciones o cuestionamientos en el sentido de que se pretenda favorecer a uno u otro partido a través del cambio de las reglas de juego.
De acuerdo al planteo de Larrañaga a Mujica, el mayor problema radica en la duración de las campañas electorales, que según el líder nacionalista se han extendido desde setiembre de 2008 a mayo de este año, en tanto la senadora frenteamplista Mónica Xavier dijo a El Observador que “es claro que la abreviación de las elecciones es ya una necesidad” por cuanto “a la gente no le entra una gota más de cuestiones electorales”, de acuerdo a expresiones del senador comunista Eduardo Lorier.
Pero claro, cuando hay de por medio intereses político-partidarios, en el plazo que sea, es muy difícil establecer una visión objetiva de cual sería la mejor propuesta de reforma, más allá de que haya consenso de que la campaña electoral es demasiado extensa. En realidad, este también es un aspecto muy objetivo, porque los partidos han ingresado en un tren de campaña permanente, y en estos entreactos de las elecciones se manifiesta este exceso de politización, que por ejemplo no se percibe en los países desarrollados, donde las campañas empiezan poco antes de cada acto electoral.
Por lo demás, es evidente que la reforma de 1996, al incorporar el balotaje, ha significado un sinceramiento del sistema político ante el elector, por cuanto elimina la grave distorsión que significaba que pudiera ser ungido presidente de la República quien lograra –como ha sucedido-- la mayoría relativa correspondiente a un tercio mayor, e incluso con un mínimo porcentaje de respaldo de la ciudadanía en un partido que presentaba candidaturas múltiples.
Así, la segunda vuelta entre los dos candidatos más votados permite que cuando no se obtiene la mayoría absoluta de votos, se le dé la oportunidad al ciudadano que no votó a ninguno de los postulantes a que se pronuncie sobre a quien prefiere como presidente. Esta posibilidad es una garantía para el elector de todos los partidos, para llevar al sillón presidencial a quien, aún sin ser de su partido, le merezca más confianza o le cierre el paso a quien no quiera como mandatario, en un acto de reafirmación democrática.
En cambio, es harina de otro costal el sistema que rige para la elección parlamentaria, y sería buena cosa que en caso de que un partido logre en la primera vuelta la mayoría parlamentaria, también obtenga la Presidencia de la República, sin necesidad de balotaje, en lugar de mantener la exigencia actual del 50 por ciento más uno de los votos.
La otra propuesta que se ha colocado sobre la mesa, en cuanto a volver a celebrar simultáneamente las elecciones nacionales y las municipales, ya es un aspecto discutible, pues tiene sus ventajas y desventajas, pese a que se habilite el voto cruzado para esta instancia, teniendo en cuenta la confusión propia de la campaña y el factor de arrastre de la elección nacional sobre la departamental.
Igualmente, estamos recién en los prolegómenos del tratamiento del tema, que tiene muchas aristas y que deberá ser objeto de un estudio exhaustivo y desapasionado, si es que no se quiere recaer en problemas que pretendieron superarse con la reforma de 1996, o agregar otros con nuevas reglas de juego a la medida de las circunstancias y/o coyunturas teñidas de intereses electorales.
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