Paysandú, Miércoles 05 de Mayo de 2010

La competitividad no debe rifarse

Opinion | 04 May Aunque tanto la Administración Vázquez como el nuevo gobierno, hasta ahora, han desestimado o tratado de minimizar el tema, lo que es explicable a efectos de no despertar expectativas adversas o compromisos, salta a la vista que nuestro país sigue perdiendo competitividad en el escenario internacional, en relación que varía de acuerdo al país o región de que se trate, pero siempre en el mismo contexto.
No es un tema menor, porque no estamos ante un perfil coyuntural, sino que nos encontramos ante una tendencia ya estabilizada, que se ve reflejada en una cotización del dólar en persistente descenso, al punto que en el último año el Uruguay tuvo una inflación estimada del 31 por ciento en dólares, lo que no es poca cosa.
El economista Michele Santo, en el semanario “Búsqueda”, ha señalado ya desde la asunción de la Administración Mujica, que los índices de cambio real que calcula el Banco Central del Uruguay muestran un panorama nada auspicioso para la competitividad externa de la economía uruguaya en 2010, y advierte que salvo respecto a Brasil, los diversos indicadores de competitividad muestran un desmejoramiento generalizado desde aproximadamente mediados de 2007, deterioro que se acentuó y aceleró el año pasado.
Las bajas en la relación contra Uruguay se sitúan entre el 18 y el 34 por ciento desde esa fecha en comparación con la competitividad global extrarregional, regional, con Estados Unidos y Argentina, con el agregado de que este deterioro se ha dado en un contexto en el que en general los precios de los principales productos de exportación de Uruguay dejaron de mejorar, como ocurría antes de la crisis internacional.
En realidad, en cuanto a las producciones primarias, las ventajas comparativas del país siguen “cinchando” de la producción, pese a que a la hora de traducir los dólares a pesos los productores van dejando rentabilidad por el camino, en tanto pese al “ancla” cambiaria igualmente se manifiesta un crecimiento de la inflación que engrosa costos de producción y afecta las economías empresariales.
Pero los sectores más afectados son sin dudas los que incorporan valor agregado, como es el caso de la industria, tanto las que trabajan con vistas a la exportación, sobre todo en determinados rubros, como en el caso de las que elaboran productos que sustituyen importaciones.
Evidentemente en este deterioro influyen también factores externos, pero sobre todo tienen incidencia las prioridades que se han establecido en la política económica, entre las que no ha figurado la competitividad y en cambio ha sido notoria la inconsistencia en el manejo de las políticas fiscal y salarial por un lado, y de la política monetaria por otro, cuando para hacer frente a la aceleración de la inflación se subieron las tasas de interés y se aplicaron otras medidas restrictivas.
Aunque se lo ha negado sistemáticamente desde el gobierno, es evidente que estamos ante un “atraso cambiario” al mantenerse un dólar depreciado para tratar de contener la inflación, lo que a la vez determina que se manifieste inflación en dólares y por lo tanto crezcan en esta moneda los costos internos –también crecen en pesos— e inevitablemente el exportador debe trasladarlos al precio de sus productos.
En esta dicotomía inflación-dólar-competitividad y su relación con los costos internos el gran desafío es alcanzar y sobre todo mantener el punto de equilibrio, es decir cuantificar y evaluar objetivamente el punto de transacción entre los intereses en juego, porque inclinar la balanza hacia uno u otro lado significa transferir recursos y consecuencias a uno u otro sector de la sociedad, incluyendo la eventual merma de la actividad económica y del empleo.
Es fundamental por lo tanto actuar con ponderación y mente abierta, reconociendo errores y actuando sin preconceptos para no postergar medidas y actuar en lo posible con gradualidad, desde que una modificación drástica de la relación cambiaria siempre es traumática, y la única alternativa a este extremo pasa por reducir el peso del Estado sobre los sectores reales de la economía.
Este último objetivo no es posible de lograr de un momento para otro, pero debe trabajarse sistemáticamente en hacer más eficiente el Estado, reducir el gasto público y consecuentemente la carga fiscal. Ello implica sobre todo no seguir cediendo ante los intereses corporativos que juegan solo para sí y acumulan carga tras carga sobre los contribuyentes, como si los recursos brotaran mágicamente entre las piedras y todos tengamos la obligación de mantener su buen pasar, como sea.


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