Paysandú, Jueves 20 de Mayo de 2010
Opinion | 19 May Lentamente se va quedando sin gente –por lo menos la más o menos sensata que podía tener-- el movimiento de piqueteros de Gualeguaychú, el que, como se preveía, sigue encerrado en sus propios delirios y fundamentalismos, aún antes de que se pronunciara la Corte Internacional de Justicia de La Haya sobre el reclamo planteado por Argentina.
Es que sin ninguna argumentación racional, los activistas siguen planteando que la “lucha” continúa por tratarse de una “causa” justa y como desde el principio, siguen reivindicando que intereses internacionales se han unido para dar luz verde a la contaminación ambiental a través de la planta de celulosa.
En su momento, hasta intentaron atribuir a Botnia –ahora UPM-- las manchas de algas que se vieron en el río Uruguay, incluso aguas arriba de la fábrica, y en el colmo de la irracionalidad también adjudicaron a la planta los problemas en la piel que sufrieron bañistas de Ñandubaysal, un balneario que fue habilitado en plena crecida y cuyas aguas fueron contaminadas precisamente por los pozos negros del mismo lugar.
Claro, el gran problema en este escenario lo generó en su momento el propio gobierno argentino, encabezado por Néstor Kirchner, cuando alentó a los activistas, dejó crecer el corte y ahora se encuentra con que apuesta a “convencer” a los piqueteros de que depongan el corte, que es lo mismo que pedir a un perro que suelte el hueso.
La respuesta era de esperar: un rechazo rotundo a dejar sin efecto la medida que sistemáticamente viola la normativa del Mercosur, porque los activistas en su soberbia e impunidad no aceptan otras razones que la verdad absoluta que proclaman. En la asamblea prima cada vez más la radicalización, y de nada han valido las apelaciones del propio gobernador Sergio Urribarri –dadas a conocer a través de una carta— a que depongan el corte y busquen otras medidas de lucha, porque el recurso está agotado.
Es que como nunca tiene vigencia el viejo dicho de la máquina que mató al inventor y a esta altura los intentos disuasivos resultan tan ridículos como amenazar a un tigre cebado con un escarbadiente.
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