Paysandú, Lunes 14 de Junio de 2010
Opinion | 13 Jun Cuando han transcurrido más de cien días ya de gestión de la Administración Mujica, con muchos enunciados y temas lanzados sobre la mesa por el mandatario que evidentemente son compartidos por la gran mayoría de los uruguayos, --como es el caso de la necesidad de transformar el Estado, de promover la igualdad de oportunidades, la reforma de la enseñanza secundaria y la Universidad fundamentalmente, así como recordarle a los funcionarios del Estado que son servidores públicos y no los dueños de las empresas--, hay evidentemente una manifiesta carencia en cuanto a traducir estos postulados en proyectos concretos en el ámbito legislativo, o por lo menos contar con algún anteproyecto a debatir antes de su formalización.
Pero a la vez es positivo que el presidente esté tejiendo acuerdos con la oposición, sobre temas en los que es preciso llegar a definiciones para integrar organismos de contralor y a la vez dar participación en directorios de empresas públicas y otros organismos en los que hasta ahora no se había dado participación a representantes de otros partidos.
En este contexto de muchos enunciados y pocas realizaciones hasta ahora -debe aguardarse igualmente un tiempo prudencial para poder evaluarlo con mayores elementos de juicio— ha surgido ya un principio de acuerdo entre todos los partidos para comenzar a analizar eventuales reformas a la legislación electoral, a la luz de la experiencia que han dejado en la materia sucesivas instancias electorales que se han desarrollado a partir de la reforma constitucional de 1996.
Con este propósito la Cámara de Representantes aprobó la creación de una comisión especial que trabajará con el objetivo de discutir una probable reforma electoral, integrándose a estos efectos con nueve miembros en representación de todos los partidos políticos, además de fijarse un plazo de cuatro meses para producir un informe con algún esquema de acuerdo que luego pase a la consideración legislativa.
El tema parte de un principio de coincidencias acerca de la necesidad sobre todo de acortar el período electoral, por entenderse que si bien la reforma de 1996 incorporó aspectos positivos como la organización de los partidos en determinados esquemas orgánicos, como es el caso de las convenciones nacionales y departamentales, y la elección de candidato único, así como incorporar el balotaje, las instancias como elecciones internas y la posterior convocatoria a las elecciones departamentales, establecen en los hechos un proceso de campañas y consultas electorales de prácticamente dos años, a la vez producto de una idiosincrasia en que la característica es la longitud de las campañas y el desgaste que ello genera en los dirigentes y la propia ciudadanía.
Es decir que sobre la base de que “hay que hacer algo” se pondrán sobre la mesa puntos para discutir y buscarle la vuelta, seguramente en el marco de una negociación en la que todos deberán conceder algo para posibilitar acuerdos.
Ahora, no debe olvidarse que estamos ante representantes de partidos políticos cuyos aportes difícilmente puedan sustraerse al subjetivismo de la suerte de sus propias colectividades en lo que refiere a la eventual repercusión de las modificaciones que se puedan introducir, aunque todos sabemos que no hay esquemas de rigurosidad científica en la política, donde no siempre dos más dos suman cuatro, y cuando está latente de por medio la posibilidad de imponderables que den por tierra con los cálculos más cuidadosamente tejidos.
Las recientes elecciones departamentales, por lo pronto, separadas apenas unos siete meses de las nacionales, permitieron establecer que cuando al votante se le da realmente posibilidad de elección, sin “paquetes” atados a tal o cual candidato nacional, es capaz de despojarse de simpatías partidarias y esquemas ideológicos para apostar a propuestas creíbles del candidato que entiende está en condiciones de desarrollar la mejor gestión a favor de su departamento.
Y esta posibilidad no es poca cosa en un país donde el centralismo reina en todas las áreas y con mucho más razón en el sistema político, al punto que hasta 1996 las elecciones departamentales y nacionales simultáneas y la imposibilidad de “cruzar” el voto entre partidos implicaba un “arrastre” por la candidatura nacional que desvirtuó la elección del gobierno departamental en base a la realidad de cada lugar.
Con virtudes y defectos, la reforma vigente ha permitido modificar este corsé y “desenganchar” el resultado departamental de la nacional. Por otra parte, al sumársele ahora las elecciones municipales –alcaldías—volver al sistema anterior en el cual en un solo acto se elegían las autoridades nacionales y departamentales significaría que el elector se vea obligado a decidir sobre centenares de papeletas, casi imposibles de reconocer y recordar, al tiempo que la campaña sería harto confusa entre candidatos al gobierno nacional, departamental y municipal de cada partido. Por todo lo expuesto es de esperar que los caminos que surjan de esta comisión apunten a consolidar estos escenarios diferentes, en beneficio del Interior, en lugar de llegar a componendas y acuerdos que atiendan intereses del centralismo, el que no concibe que pueda hacerse algo lejos de Montevideo sin pasar por el control o el visto bueno de la dirigencia central partidaria.
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