Paysandú, Viernes 09 de Julio de 2010
Locales | 04 Jul (Por Horacio R. Brum). Los ingleses tienen una expresión despectiva para quienes reciben demasiados privilegios y se han vuelto perezosos por el goce de las comodidades: “fat cats”, gatos gordos. Por estos días, para quien llega a Europa proveniente de nuestra región latinoamericana largamente acostumbrada a las incertidumbres económicas y las privaciones, una buena parte del continente europeo parece estar poblada por gatos gordos. La crisis económica de Grecia, a todas luces provocada por políticas erradas y gastos por encima de la capacidad de pago del país, descubrió las debilidades de otros países que hasta ahora se veían como historias de éxito y puso en evidencia los excesos del aclamado sistema de bienestar social de la Unión Europea. Por otra parte, los que antes daban clases de buena administración a América Latina y le exigían imponer planes drásticos de ajustes deben hoy probar su propia medicina, con la diferencia de que no están acostumbrados a privarse de comodidades y lujos.
Viajar en el AVE, el tren de alta velocidad español, es un placer. Este corresponsal disfrutó de un excelente almuerzo, gratuito en la primera clase, mientras el convoy de pasajeros se movía a más de 200 kilómetros por hora entre Madrid y Sevilla, sin vibración ni ruido alguno. Pero el AVE, mantenido en funcionamiento mediante cuantiosos subsidios, es un emblema de los humos de país desarrollado que comenzó a darse España en la década de 1990, pretensiones de las cuales hoy debe pagar las cuentas. La vía y el tren se construyeron especialmente para la ExpoSevilla 92, y hasta hace pocos años era el único trayecto de alta velocidad existente en el país. En 1997 se anunció un plan para que la línea llegara a la frontera con Francia, lo cual iba a permitir la integración con el sistema de alta velocidad del resto de Europa; debido al alto costo de las obras, se creó un organismo especial, diferenciado de la administración estatal de los ferrocarriles, para que el gasto no apareciera como un déficit en los presupuestos del Estado y así fuera posible cumplir los objetivos de equilibrio fiscal fijados por la Unión Europea. Trece años más tarde, el AVE todavía no llega a Francia, aunque sí lo hace a varias ciudades principales de España, entre ellas Barcelona, además de Sevilla.
Trucos contables como el de las obras para el tren de alta velocidad, al igual que el endeudamiento público y privado con bancos europeos, de Japón y de los Estados Unidos hicieron que el desarrollo español se basara más en el crédito que en los propios recursos. Según las cifras publicadas recientemente por el Banco Internacional de Pagos, las empresas y el Estado españoles adeudan 602.000 millones de euros, alrededor de 783.000 millones de dólares.
En su peor momento, ninguno de los países latinoamericanos, tan criticados y aleccionados, llegó a tener una deuda equivalente a siquiera la tercera parte de ese monto. La pequeña panadería-café de la Avenida de las Delicias, cerca de la estación madrileña de Atocha, que es el punto de partida del AVE a Sevilla, abre muy temprano. Desde antes de las siete de la mañana ofrece unas deliciosas y enormes facturas, que las gentes del barrio devoran con café con leche en vasos, mientras comentan las noticias del día, antes de ir al trabajo. Todos son atendidos con rapidez, eficiencia y cortesía por tres muchachas colombianas, que son el motor del negocio. A media mañana llega la propietaria española, quien verifica las existencias, controla lo recaudado y se va, confiada en que sus honestas empleadas inmigrantes seguirán alimentando al barrio y acrecentándole el capital. Desde Madrid a Sevilla, al igual que en toda España, abundan los inmigrantes latinoamericanos en el servicio de restaurantes y cafés, que con su “¿Qué desea el señor / la señora?”, marcan una diferencia de atención con el brusco “¿Qué se sirve?”, o peor aún, “¿Qué le pongo?” del personal nativo.
No lejos de la panadería de las colombianas, el minimercado atendido por una familia china, un tipo de comercio cada vez más común en los barrios, ofrece durante las 24 horas todo lo que se puede necesitar de apuro. En un cercano edificio en construcción, el sonido de los idiomas de Europa del Este, la antigua Europa comunista, indica la presencia de obreros buenos para el trabajo duro y los horarios largos, y al viajar al Sur se ven en los campos sevillanos las mujeres marroquíes, sin cuyo esfuerzo de sol a sol no recibiría el resto del continente las frutillas que son un producto estrella de las exportaciones españolas.
Con las más variadas lenguas y colores de piel, la presencia de los inmigrantes está firmemente establecida en todos los países de Europa occidental y configura un hecho a tener en cuenta para explicar los temores casi irracionales que están causando actualmente los anuncios de ajustes para paliar la crisis: en los tiempos de bonanza, los europeos nativos se acostumbraron a trabajar cada vez menos y a ocupar sólo los puestos de mejor calidad, dejando los trabajos que consideraban “inferiores” a los extranjeros. Además, se fue reduciendo la jornada laboral (en 1984 Alemania introdujo la semana de 35 horas) y a comienzos de la década pasada en casi todos los países miembros de la Unión Europea se trabajaba menos de cuarenta horas por semana. Por otra parte, el perfeccionamiento del sistema de bienestar social creó unos seguros de paro que prácticamente permiten vivir sin trabajar.
En Alemania, por ejemplo, llama la atención que los bares de barrio tienen desde temprano en la mañana una clientela de individuos de edad mediana, perfectamente saludables, que pasan las horas bebiendo cerveza y fumando. Además, todo joven mayor de 18 años que no entra a la educación universitaria y no obtiene, o no quiere obtener, un trabajo al terminar la educación secundaria, puede acogerse al seguro de desempleo.
Al otro extremo de la vida laboral, hay países donde la edad de jubilación es casi ridículamente baja. Los franceses están hoy en pie de guerra, porque como parte de la reestructuración financiera el gobierno se propone llevar de 60 a 62 años la edad jubilatoria. Entretanto, los sistemas de pensiones soportan una presión casi insostenible, ya que aumenta la masa de pensionados sin que crezca proporcionalmente el número de trabajadores con cuyos aportes se renuevan los recursos para las jubilaciones.
En el Zeil, la principal peatonal de compras de Francfort, están reparando el pavimento. No es mucho más trabajo que el que, con pala, pico y maza, más el apoyo ocasional de alguna maquinaria, se hace en nuestros países al reponer las baldosas de las veredas. Por eso, este corresponsal quedó asombrado al ver el despliegue de máquinas que había en no más de cien metros de calle: dos excavadoras, una pequeña aplanadora, un camión volcador, varios taladros neumáticos, con sus compresores, y una amplia gama de ayudas mecánicas para que los obreros no tuvieran que forzar su musculatura en esfuerzos tales como levantar un saco de cemento o retirar a mano las baldosas viejas.
No lejos de allí, otros trabajadores descargaban unas planchas de un camión, con la ayuda de una potente grúa. Las planchas no eran de hormigón, sino de madera y yeso y probablemente se podían descargar a pulso entre cuatro personas. Lo que comenzó como un uso loable de la tecnología, para evitar el sufrimiento en el trabajo, hoy parece ser un abuso del empleo de maquinaria, con el consiguiente gasto de combustible y otros recursos, y el ahorro negativo de mano de obra, en momentos en que se debiera tener más gente empleada. La pesada estructura del bienestar social también generó una sobrecarga burocrática y no en vano el gobierno de la alemana Angela Merkel anunció hace pocos días que dará de baja a 10.000 empleados públicos, para ahorrar 10.000.000 de euros por año. Con una administración pública que es probablemente la más eficiente de Europa, Alemania no tiene más de 450.000 funcionarios, para 80.000.000 de habitantes; España, en cambio, posee la mitad de esa población, pero seis veces más empleados públicos.
Tal desproporción se debe en buena parte al sistema de las autonomías, unos gobiernos locales con los cuales se ha pretendido calmar las ansias poco realistas de independencia de las regiones españolas como Cataluña o el País Vasco. Así, en éstas se reproduce toda la estructura del Estado central, desde el primer ministro hasta el parlamento y la policía y por supuesto, la burocracia.
Como ocurrió en Estados Unidos, en los buenos tiempos los gobiernos europeos facilitaron el consumismo y el endeudamiento, en la creencia errónea de que se de ese modo se matenía la actividad económica saludable y por ende, el
crecimiento. Cualquiera recibía un crédito, en particular hipotecario, pero cuando se llegó a una verdadera explosión de deudores, la burbuja estalló. Causado el daño que ellos mismos promovieron, ahora los expertos económicos están promoviendo dos soluciones opuestas: imponer el ahorro a toda costa, o seguir facilitando el crédito, para que el consumo reimpulse el movimiento económico. Alemania se ha inclinado por la primera opción, en línea con una tendencia cultural que la diferencia de sus dispendiosos vecinos del Sur: los alemanes no suelen comprar a crédito, excepto en el caso de adquisiones mayores, como una casa. Es significativo que en las tiendas y otros comercios se ve poca gente utilizando tarjetas de crédito y es inexistente la publicidad de ventas a plazos. Dado el peso político y económico que Alemania tiene en la Unión Europea, todo parece indicar que los gatos gordos europeos serán puestos
a dieta, pese a que en la reciente reunión de los países más industrializados hubo discrepancias con los Estados Unidos, cuyo gobierno es partidario de seguir financiando el déficit.
Al salir de España para regresar a Alemania, la empleada de la compañía aérea Lufthansa pidió a este corresponsal la copia impresa de su itinerario, para verificar que tenía pasaje de salida de Europa. Ante una mirada de sorpresa, explicó que ello se debe a una exigencia de las autoridades de migraciones, “porque a lo mejor ellos piensan que Ud. se quiere quedar en Europa”. Después de lo visto durante la estadía, la respuesta resultó inevitable: “Que no se preocupen, porque en estos momentos parece que es mejor quedarse en América Latina...”
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