Paysandú, Lunes 19 de Julio de 2010
Opinion | 16 Jul Hoy a las 13, en la plaza Constitución, el pueblo de Paysandú brindará su reconocimiento, su agradecimiento, a los tres sanduceros que nos representaron en un plantel que sin ninguna duda ganó el trofeo más importante: el corazón de todos los uruguayos.
Esta tarde se les entregará el denominado “Orgullo Sanducero” y en él estarán representados todos. Estarán los gritos casi delirantes de quienes festejaron las jugadas más brillantes, los esfuerzos extremos, la habilidad suprema de los criollos, el dolor del fallo y el orgullo de la derrota recibida extenuados pero de pie, caídos pero no vencidos. Se harán presentes también los que enarbolaron una modesta banderita, quienes agitaron una enorme y, por supuesto, los que imaginaron y levantaron una gigantesca enseña patria que llegó hasta el cielo, ese cielo que como no podía ser de otra manera es celeste.
Estarán los que salieron a festejar victoria tras victoria y, luego, siguieron festejando cuando logramos algún gol menos que los rivales. Y permítasenos utilizar la expresión “logramos” porque como muy pocas veces éramos todos, todos los sanduceros, todos los uruguayos, los que vivimos aquí y los que están a miles y miles de kilómetros.
Y como cuando no escribimos con la mente sino con el corazón corremos el riesgo de perder nuestra objetividad, es que deseamos ofrecerles una crónica realizada por uno de los periodistas más prestigiosos y conocidos del continente y cuya objetividad y aún su doble nacionalidad (peruana y estadounidense) otorgan el máximo valor a sus expresiones. Esta columna, que nos remitiera una sanducera radicada en Buenos Aires, fue publicada el lunes 5 de julio pasado en el diario “Perú 2” bajo la firma del destacado profesional Jaime Bayly:
“Tabárez es un maestro, Tabárez siempre fue un maestro. Escuche, usted, una conferencia de prensa de Tabárez y notará enseguida su humildad, su prudencia, su inteligencia con las palabras, su lucidez para decir sin jactancia ni aspavientos lo poco que tiene que decir. Como Tabárez es ante todo un hombre inteligente y educado, la selección uruguaya es la prolongación de su inteligencia y su educación y es también, por supuesto, la suma de once hombres entrenados en esa noble tradición uruguaya de que el juego del fútbol, cuando es al país al que se representa, lleva consigo el peso del honor, pone en entredicho ya no solo las aptitudes de esos hombres para jugar el juego, sino también su coraje, su nobleza, su lealtad, su entrega incondicional, como si esos once elegidos para llevar el emblema del país fueran un regimiento, un batallón, un cuerpo de élite que va a una guerra sin armas en la que habrán de demostrar heroísmo además de habilidad para prevalecer sobre los otros. Siendo un juego y estando sin armas, los uruguayos entienden el fútbol como una prueba de coraje y heroísmo, y solo por eso, no por ser más dotados técnica o físicamente, prevalecieron sobre los de Ghana, que a punto estuvieron de doblegarlos en esa batalla feroz. Pero hubo tres momentos cruciales en los que Uruguay demostró que, no siendo superior a su rival, poseía sin embargo esa cuota extra de heroísmo o de arrojo torero: cuando Luisito Suárez, en el último minuto del tiempo suplementario, sacó una pelota de la línea de su arco con los pies y otra con la mano.
Casi como Kempes contra los polacos en el ‘78, de pronto un delantero haciendo de arquero y perpetrando una trampa no para burlar las leyes del fútbol sino como un recurso desesperado para evitar la caída de los suyos, cosa que al parecer intuyó que habría de ocurrir cuando, ya expulsado, camino al vestuario, advirtió que el penal ejecutado con menos pericia que vehemencia pegó en el travesaño y entonces la mano de Luisito Suárez no fue una mano tramposa, mañosa, reprobable, sino una que expresaba la voluntad de inmolarse en aras del triunfo de su batallón; cuando, ya en la tanda de penales, el portero Muslera supo que la suerte del regimiento dependía ahora casi enteramente de su astucia para adivinar el destino de la pelota y su determinación para ir a desviarla y en efecto atajó dos penales tirándose hacia la izquierda y erigiéndose en el segundo héroe del pelotón uruguayo; y cuando, puesto a ejecutar el quinto y último penal, Abreu no se intimidó, no se puso nervioso, no se acobardó, sino que recordó que por algo Uruguay fue dos veces campeón del mundo y tal vez recordó que por algo tiene fama de loco, y entonces hizo lo que solo los locos y los genios podrían hacer en un momento cargado de tal dramatismo. Un momento del que dependía la felicidad entera de un país, millones de miradas y corazones y alientos entrecortados que de pronto Abreu representaba en ese penal, millones de almas en vilo que cifraban su ilusión en que Abreu convirtiera, y entonces vimos lo que vimos y no olvidaremos: que Abreu, más que valiente, fue insolente en correr con su aire desgarbado, amagar un disparo potente y luego picar la pelota en cucharita para que hiciera un vuelo manso y aterrizara como una masita desdeñosa en el arco de Ghana, demostrando de ese modo quién sabía más, quién podía más. En ese momento, Uruguay fue campeón del mundo y es ya campeón del mundo, no importa lo que pase después”.
Y no importó lo que pasó después, porque el Uruguay fue uno, o mejor dicho el Uruguay fueron todos los del grupo y fuimos también todos nosotros.
Y hoy, cuando el homenaje es aquí, en el corazón de Paysandú, vaya para los tres sanduceros y para todos los que nos representaron en Sudáfrica el apretado abrazo de felicitación de este periódico que nació hace cien años, solo unos pocos días antes que la camiseta celeste, casi como si quisiera existir para poder contar las maravillosas hazañas de los uruguayos que la pasearían triunfante por todo el mundo.
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