Opinion | 16 Jul Aunque gran parte del debate respecto a los índices de inseguridad en nuestro país se relacione a las imperfecciones de un sistema de justicia a menudo permisivo, la realidad indica que la población carcelaria uruguaya continúa en aumento. La trágica muerte de 12 internos en un incendio desatado en la Cárcel de Rocha demuestra que, además de problemas de hacinamiento, las instituciones carcelarias carecen de respuesta operativa e infraestructura necesaria para enfrentar este tipo de circunstancias, convirtiéndose a menudo en verdaderas trampas mortales. La compleja realidad del sistema penitenciario uruguayo, observada con preocupación por organismos internacionales de derechos humanos, es el resultado de muchos años sin políticas carcelarias, pero también demuestra que las autoridades de la pasada administración no supieron evaluar los profundos cambios que desde hace algún tiempo conmueven a la sociedad uruguaya. Pensaron que la polémica ley de humanización carcelaria sería la panacea, cuando en la práctica, la reincidencia y el crecimiento de los índices delictivos echaron por tierra cualquier intento por mejorar las condiciones de vida de los reclusos o promover eficazmente su reinserción social. Las cárceles, más allá de tímidos intentos, siguieron siendo simples lugares de reclusión, donde el hacinamiento genera conflictividad y donde poco se hace por la rehabilitación, mientras que en muchos casos representan “escuelas de delito”. La aprobación de la ley de emergencia carcelaria demuestra el interés de la clase política uruguaya por revertir en parte los graves problemas del sistema, pero probablemente sea insuficiente y en algunos años, de no impulsarse reformas de fondo, la situación volverá a ser la misma. El porcentaje mayoritario de los uruguayos que actualmente están en prisión tiene la capacidad y la voluntad de rehabilitarse y ser útiles a la sociedad, pero en gran medida el Estado es responsable de que el sistema penitenciario no siga representando una trampa sin salida.