Paysandú, Lunes 23 de Agosto de 2010
Locales | 22 Ago (Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos). El miércoles se conmemorará el centésimo octogésimo quinto aniversario de la Declaratoria de la Independencia. El mismo día, en un acontecimiento muchísimo menos importante, culminará mi etapa inmigrante, al despegar al anochecer del aeropuerto JFK de New York el vuelo 533 de LAN Chile, hacia la capital del país trasandino. Desde allí, al otro día, solamente quedará cruzar la cordillera, en el vuelo 900 para llegar a Montevideo, donde me esperan mis afectos esenciales.
Ojalá tuviera ocho brazos como los pulpos para perderme en abrazos; ojalá tuviera tres corazones como los cefalópodos para controlar las emociones. Pero ni una cosa, ni la otra. Ni modo pues, como tantos otros antes, como tantos otros después, sera el momento de dejar que el reencuentro se parezca a una convención de Harry Houdini, David Copperfield, Lance Burton y los otros. “La magia del reencuentro...”, una frase común para un instante único. Estos son momentos en que las ganas de llegar al paisito se mezclan con los buenos recuerdos de lo aquí vivido; la ansiedad por el reencuentro con la nostalgia, por abandonar unos cuantos buenos amigos que la vida me ha regalado en estos últimos años; las ganas de ver la geografía que llevo en mi memoria con el dolor de abandonar las colinas del norte de New Jersey, la atrapante New York, la divertida Atlantic City, la contrastante Filadelfia, y cada uno de los rincones de este Estado, así como de Maryland, Washington, Carolina del Norte y del Sur que he podido conocer en este tiempo en tierras gringas.
Aquí no puedo gritar la famosa consigna de “Gringos go home” porque ellos están en su casa. Y conocerlos en pantuflas ha permitido comprender que este pueblo formado por tantas nacionalidades como pueda imaginarse, es trabajador, honesto, preocupado por un futuro mejor. Y haciendo todo lo posible por un futuro personal mejor ha creado una
nación poderosa y potente aun en la crisis. Las decisiones de los gobiernos, como ocurre en tantas otras partes del mundo, no siempre van de la mano con los deseos de la población y esta, aquí también, muchas veces está en desacuerdo.
Llegué como periodista, me voy como repartidor de diarios. No obstante, no hay tristeza, todo lo contrario. En esta aventura he podido trabajar en diferentes oficios, tantos como nunca antes en mi vida, y enfrentarme a los nuevos desafíos ha sido en sí mismo otro desafío. No es claro, una aventura personal, es la aventura de miles y miles de inmigrantes, en esta nación y alrededor del mundo. Porque quien emigra debe enfrentarse a la realidad que encuentra como puede. No hay marcha atrás, ni es posible encontrar mejor ayuda que en sí mismo. Así que lo que no se sabe se aprende, lo que se sabe se potencia y lo que se sueña se convierte en meta.
El emigrante es un caminante. Pero no lo hace solo. He podido comprobarlo personalmente en este tiempo, especialmente en lo que podría llamarse la segunda etapa de mi aventura. La ayuda recibida provino en general de personas que no me conocían. A algunos de ellos todavía no los conozco. Pero por todos ellos profundo agradecimiento.
Hay algunos que no puedo dejar de recordar, aunque todos fueron valiosos. Horacio Gauthier y su familia, por ejemplo, quienes sin conocerme me abrieron las puertas de su propia casa para vivir allí algunas semanas. Eduardo Marcovich, su esposa e hijos, mi familia en Randolph. Carlos Alegre, quien posteriormente me dio una oportunidad en su semanario Hispanoclasificados. Luis “Tito” Figueroa, entonces en Atlanta y hoy en Paysandú, quien organizó una red de amigos virtuales que rápidamente reaccionaron en ayuda. Candy Benítez, quien no solamente permitió que fuera contratado por Panera Bread sino que me enseñó el oficio de panadería al estilo gringo. Carolina Baillo, mi compañera de turno nocturno en Panera Bread. Alejandro Gauthier, quien me agasajó innumerables veces con deliciosos menúes y me brindó una amistad sin barreras.
Allá en Paysandú también hay quienes me han dado una mano, una ayuda. Eugenio Schneider, por ejemplo. O Raúl Rodríguez. Ahora que toca una Retirada que al mismo tiempo es presentación, no puedo dejar de reconocer una vez más a diario EL TELEGRAFO por permitir la publicación de esta columna, y claro está, a todos quienes la hayan leído, sea una vez, sea cada semana.
Vuelvo a mi lugar, a mi gente, a mi espacio. Pero claro, no será lo mismo, porque cuando salí nada quedó congelado en el tiempo, sino que la vida allá continuó.
Habrá nuevas construcciones, nuevos comercios, nuevas empresas, nuevas parejas, nuevas separaciones, nuevos logros, nuevos dolores. Habrá que ponerse al día, lo que siempre es un volver a empezar.
Yo mismo vuelvo diferente, porque la vida ha continuado aquí también. Lo bueno es saber que las transformaciones forman parte de la vida cotidiana y que hemos podido aprovecharlas.
Vuelvo, con más experiencia, con la valija cargada de vivencias. Y también con la certeza de que el verdadero viaje del inmigrante es al fondo de su propia alma, aunque para llegar a ese destino hay que irse muchas veces al otro lado del mundo. Solo abandonando todo paisaje conocido se puede conocerse a sí mismo, comprender sus limitaciones, aceptar sus miedos, descubrir sus fortalezas, reencontrar su humildad, recomponer su orgullo.
Pero claro, inmigrante se es. Y si hoy se siente nostalgia por el paisito, mañana la nostalgia será por la tierra ajena que uno transitó como propia durante algún tiempo. Bien cierto es entonces lo ya expresado con prístina claridad por Facundo Cabral. El inmigrante se convierte en alguien que no es de aquí, pero tampoco es de allá. En definitiva, nadie es perfecto. Aunque esa, esa es otra historia.
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