Paysandú, Domingo 29 de Agosto de 2010
Opinion | 29 Ago Existen circunstancias en la vida en la que ante sucesos “en caliente” es aconsejable dejar decantar los acontecimientos para que la conmoción del momento, los sucesos traumáticos que golpean y nublan la mente y el raciocinio, no distorsionen juicios de valor que recién pueden emitirse cuando las cosas puedan evaluarse con la perspectiva que da el tiempo, aunque dos o tres días puedan resultar insuficientes para situar los ingredientes en su real medida.
En estas reflexiones encajan sin dudas los episodios que hemos vivido los sanduceros en las últimas horas, a partir del momento en que dos archiconocidos y experientes inimputables amparados por la legislación vigente, como suelen hacer entre fuga y fuga del INAU, salieron de “caza” por la ciudad buscando cual depredadores víctimas indefensas y desprevenidas, preferentemente mujeres, para someterlas a rapiñas o arrebatos.
Por supuesto, la constante en estos menores, cuyos derechos sobreprotegidos contrastan con la indefensión legal del ciudadano común y de las propias fuerzas policiales que deben intervenir en su captura, es la absoluta desconsideración y muchas veces crueldad manifiesta respecto a la integridad física de sus víctimas. Así, saben perfectamente que es prácticamente inevitable que al conductor de la moto al que le arrebatan su cartera o bolso no pierda el equilibrio y vaya a dar al pavimento con su vehículo, y que en la misma situación está el anciano al que a la fuerza le arrancan el bolso o el monedero en la vía pública, arrastrándolo varios metros si es necesario o directamente golpeándolo si se resiste a ser rapiñado.
El lamentable episodio de la muerte injusta de una joven madre que ha conmovido a los sanduceros en las últimas horas se inscribe en esta concepción de ausencia absoluta de valores y de desprecio por el prójimo, el que en realidad es considerado como tierra arrasada por delincuentes que incursionan en la senda del delito desde la infancia, que además se van perfeccionando en sus técnicas delictivas estimulados por una normativa absurda y obsoleta que los torna “intocables” para el ciudadano, la Policía y la Justicia.
Pero lo más lamentable es que hoy, como ayer, como hace un año, como hace un lustro, una década, tengamos que ocuparnos del tema en los mismos términos sin que quienes tienen la responsabilidad de cambiar este estado de cosas hayan hecho algo valedero por hacerlo, ciegos y sordos a la realidad y de espaldas a la ciudadanía que representan.
Nos referimos por supuesto al sistema político, que porfiadamente se ha resistido a elaborar instrumentos legales para adaptarse a un escenario que ha cambiado drásticamente con el paso de los años, y se mantiene así una legislación absurda en la que todos los derechos defienden al menor, al que se le inculca desde las edades más tempranas que tienen “derechos” mientras que los “deberes” apenas si se los recuerda.
En esta inversión de los principios básicos de convivencia se protege más al delincuente que a la víctima. Es sabido que la Policía ya ni siquiera se molesta en resolver casos menores, a sabiendas que de atrapar a los autores se verán envueltos en declaraciones interminables en el Juzgado para demostrar que el detenido fue apresado sin un rasguño, mientras el delincuente que los agredió salvajemente en su resistencia sale por la otra puerta sin más trámite. Hace años que los adolescentes de 16 ó 17 años dejaron de ser niños. Demostraron con los hechos que son conscientes de sus actos, están organizados y se protegen entre sí, son capaces de robar, asaltar, rapiñar y hasta matar. De nada sirve procesar a los padres cuando el Estado permitió que llegaran a este grado de delincuencia, y no hizo nada cuando todavía eran recuperables, niños de verdad; a los 17 ya son ingobernables.
Pero la tolerancia de la ciudadanía tiene un límite. Los hechos registrados el pasado jueves deberían servir de advertencia al sistema político y a los jueces, que las cosas se les están yendo de las manos y de seguir ignorando el clamor popular, esto puede terminar en tierra de nadie. Nadie quiere que al final aceptemos como válida la justicia por mano propia, pero cada vez son más quienes la aprueban.
La población sabe perfectamente por los noticieros los efectos de seguir este camino, cómo se vive en Argentina, Venezuela o Centroamérica, donde los delincuentes ya se adueñaron de las calles y la Policía está desbordada, y reclama a viva voz que hagan algo para no llegar a esos extremos mientras todavía estamos a tiempo.
El futuro depende de lo que hagamos hoy, de las leyes que se escriban ahora, de las señales que les demos a las nuevas generaciones, de los deberes que les inculquemos. Ésa debe ser la principal política de Estado.
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