Paysandú, Sábado 16 de Octubre de 2010
Opinion | 09 Oct Recientemente Paysandú se vio conmovido por dos episodios que coincidentemente involucraron a funcionarios municipales, precisamente encargados de controlar el tránsito, una problemática particularmente compleja, que afecta la vida cotidiana de prácticamente todos los sanduceros, quienes tenemos el convencimiento --bien justificado por cierto-- de que estamos ante un panorama muy negativo en esta materia, que se arrastra desde hace muchos años y con una tendencia que cobra mayor gravedad a medida que se incrementa el parque automotor. En el caso que nos ocupa, un inspector encargado de la supervisión, en uso de su licencia, protagonizó un accidente con un porcentaje de alcohol en sangre que superaba considerablemente el máximo permitido. La fortuna quiso que el episodio no tuviera consecuencias personales de entidad, pero con un factor de riesgo que es omnipresente en los accidentes de tránsito, como el consumo de alcohol, el hecho pudo desembocar en una tragedia.
Pocos días antes de este accidente circuló en la red social Facebook la fotografía de dos inspectoras de tránsito en motocicleta, una de las cuales --la acompañante-- circulaba sin casco protector, un elemento que es de carácter obligatorio por normas vigentes, pero que sobre todo debería serlo por razones de conciencia de los ciudadanos al conducir un vehículo de estas características. Este último incidente hubiera pasado desapercibido --seguramente no es el primero ni mucho menos-- si las funcionarias no hubieran acertado a pasar ante un grupo de estudiantes, que como suele suceder estaban provistos de celulares y cámaras. Los jóvenes registraron fotográficamente la infracción, muy común en nuestras calles, pero en este caso con la peculiaridad de que involucraba nada menos que a funcionarios a quienes los organismos del Estado --en este caso la Intendencia-- encomiendan la educación, la organización, el control y la aplicación de multas a quienes violan las ordenanzas de tránsito. Por supuesto, debemos convenir que en el caso del inspector alcoholizado estamos ante una falta grave --la sanción que se le aplicó en cuanto a relevarlo de estas funciones está plenamente justificada--, ya que una persona que ingiere alcohol en forma consuetudinaria no debe conducir y, si es inspector, no solo no debe hacerlo, sino que pierde toda autoridad moral para asumir la responsabilidad de educar, controlar o multar a ciudadanos que cometan infracciones de tránsito. En el mismo contexto debe evaluarse el episodio y la sanción aplicada por el director municipal de Tránsito a las funcionarias que fueron “pescadas” en infracción en pleno centro, ya que lo menos que puede pedirse a un funcionario público es predicar con el ejemplo, por más que aduzca que se trató de un olvido o una distracción.
El viejo dicho de que “la mujer del César no solo debe ser buena, sino también parecerlo’”, es un adagio que debe cumplirse al pie de la letra cuando se está en la exposición pública, y esto es aplicable tanto al funcionario de tránsito como al policía, el bombero, el político, el maestro y el sindicalista, quienes serán evaluados por la responsabilidad que pongan de manifiesto en el ejercicio de sus actos cotidianos y cumplimiento de sus deberes. Ello se enmarca en lo que podemos definir como actos de vigilancia ciudadana, que es un valor muy venido a menos en estos tiempos, cuando lamentablemente reina el “todo vale”, y que a la vez está signado por el doble patrón de “ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Así, no sería extraño que muchos de quienes divulgaron la foto de las inspectoras sin casco más de una vez hayan conducido una motocicleta sin este dispositivo protector o un automóvil sin cinturón de seguridad, entre otras faltas de tránsito. Pero cuando observaron el episodio, no vacilaron en hacerlo público, porque precisamente lo menos que puede pedirse a quien asume responsabilidades es que predique con el ejemplo, como única forma de hacer uso con autoridad de sus atribuciones cuando llegue el momento.
Pero sobre todo lo que surge como enseñanza en el hecho anecdótico es la expresión inequívoca de la trascendencia que implica saber vivir responsablemente en comunidad, aunque haya sido o no la intención en esta oportunidad. Vivir en comunidad significa que a nuestro mundo ciudadano, o el ámbito que sea, lo construimos entre todos y que cada uno debe asumir sus responsabilidades, haciendo valer sus derechos pero a la vez sin eludir los deberes. Significa, por ejemplo, como se hace en los países europeos, cuestionar y llamar la atención al vecino que arroja un papel a la vereda; no encogerse de hombros y ser inmutable ante las violaciones a las ordenanzas, como así tampoco ante los actos vandálicos por los que se destruyen bienes públicos y particulares como si no tuvieran importancia, e informando de ello a las autoridades competentes. En fin, de lo que se trata al fin de cuentas es de involucrarse, para hacer entre todos una ciudad y un mundo mejor para vivir, asumiendo que no es solidario ni simpático el ser cómplice por omisión de quienes sistemáticamente afectan nuestra calidad y modo de vida. Para ello, se debe tener también la condigna respuesta de los organismos del Estado, en tiempo y forma, para hacer cumplir las leyes, es decir tener la seguridad de que nuestros reclamos serán escuchados y atendidos como corresponde, porque solo cumpliendo cada uno con sus responsabilidades podremos evitar que los desaprensivos, los irresponsables, los delincuentes, nos sigan ganando la partida.
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