Paysandú, Martes 19 de Octubre de 2010
Opinion | 13 Oct El flamante premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, además de un notable escritor con un impresionante dominio sobre su medio expresivo, es de esos escritores que participa con pasión en política. Y con esa misma pasión pasó de la izquierda irrestricta a la derecha sin censura, cuando se dio cuenta de que algo malo ocurría con un Fidel Castro que encarcelaba al poeta Heberto Padilla, en 1971.
Nunca llegó tan lejos como en 1990, cuando intentó llevar su sentido del compromiso a las urnas. Cualquiera que haya estado en esa campaña presidencial peruana se ha formado para siempre una idea de lo mal que se llevan el lirismo de un político novel, las reglas del marketing, los jingles que transforman a los candidatos en dentífricos y la percepción popular acerca de si esos candidatos tienen o no tienen las condiciones mínimas para tomar las riendas de sus asuntos. Era evidente que alguien sin escrúpulos dejaría al gran hombre en ridículo. Y ese alguien fue Alberto Fujimori.
En 2005, con casi 70 años y toda la gloria encima, quiso ver con sus propios ojos lo que ocurría en Gaza, para contarlo en una serie de artículos. Sus elogios a Margaret Thatcher y, más aún, al premier italiano Silvio Berlusconi, en nombre de un liberalismo a granel, le valieron no pocos reproches. Incluso agravios, para ser más precisos. En 2008, durante su visita a la Argentina, un grupo de manifestantes apedreó el ómnibus en el que viajaba Vargas Llosa rumbo a un seminario organizado por la Fundación Libertad. A comienzos de este año, fue abucheado en Chile en la inauguración del Museo de la Memoria, cuando respaldó al todavía candidato Sebastián Piñera. Sus opiniones no tienen fronteras ni términos medios: “Cristina Fernández es un desastre total”, dijo hace un año.
Mas allá de su literatura y de su irrenunciable compromiso con la realidad circundante, el premio Nobel destaca a una de las mayores personalidades de este siglo que, empero, ha preferido el vuelo bajo y que hoy, sigue escribiendo ocho horas por día. Pueden tacharlo de burgués, pero en todo caso, de un trabajador burgués.
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