Opinion | 12 Nov Si la c es “ce” y la d “de”, la “y” debe ser “ye”. La B será “be” y la “ll” y la “ch” pasaron a la historia, en definitiva porque son dos letras en lugar de una. Los pronombres “este” y “esta” y el adverbio “solo” ya no llevan tilde. La “y griega” dejó su lugar a la “ye” y la “i latina” se convirtió en “i”.
Los nuevos cambios ortográficos de las 22 Academias de la Lengua Española suponen cambios en la forma de escribir, pero por otro lado algunos cambios parecen no debidamente consensuados, lo que precisamente ha generado gran polémica, especialmente entre los catedráticos.
Oportunas o no, convenientes o no, el objetivo parece fijarse en la simplificación de los modos ortográficos y en unificar aún más una lengua. Pero la división es también entre los mismos expertos.
La Real Academia Española (RAE) tiene una doble función, la de vigilar que no se desvirtúe un idioma, pero también la de darse cuenta de que quien hace que la lengua evolucione y cambie es quien la usa.
Por tanto, algunos de estos cambios no hacen otra cosa que reconocer el uso del idioma, que había dejado de lado las reglas establecidas. Pero también, quizás por su novedad, llevan o pueden llevar a confusión. Un buen ejemplo es la letra “ye”, pues esa pronunciación puede llevar a engaños, por ejemplo en palabras como “ayer”.
Estos cambios, y otros que se anuncian para el 2011 podrían ser considerados como un triunfo del escritor Gabriel García Márquez quien en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en 1997, pidió que se “simplificara la gramática antes que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.
Como sea, los hispano parlantes debemos acostumbrarnos a estos cambios, asimilarlos y utilizarlos en concordancia. Como todo, necesitará de un proceso de adaptación, pero es menester aceptarlos y aplicarlos, en la medida que la riqueza histórica de nuestro idioma se define por el apego a las normas de escritura, que lo enriquecen más allá de pasajeras polémicas.