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Paysandú, Viernes 26 de Noviembre de 2010

RELATO DE VIAJE

De paso por Mataojo

Locales | 26 Nov La mañana se presentaba fresca y una leve brisa apenas movía las copas de los árboles. Los anuncios ugde una inevitable sequía preocupaba a los productores y en ese momento el sol enceguecía.
La naturaleza nos obsequiaba un verdadero lujo escenográfico. Una rápida despedida y el inicio de un nuevo viaje -- como otras tantas veces-- hacia el interior rural del departamento. En este caso, sin destino y como intentando descubrir nuevos escenarios. Ya sobre la ruta, el intenso verde de las praderas parecía extraído de un collage escolar. Una vez más, no entendemos lo que es fácil de entender para cualquier lugareño: el vuelo de las aves, los animales pastando y el ruido de la maquinaria, entremezclándose con el sonido de la naturaleza.
Del asfalto bajamos al polvoriento camino vecinal. Pocas curvas, escasamente pronunciadas, dibujan la topografía suavemente ondulada. Nos dirigimos hacia las colonias satélite de villa Quebracho, territorios dominados por plantaciones de soja y áreas forestadas, donde cultivos menores asoman de tanto en tanto. En menor escala también hay algunos tambos familiares, que en algunos casos retrotraen al tiempo de una cuenca lechera que ya no existe. Para llegar a estos campos hay varias entradas, pero esta vez elegimos hacerlo por Lorenzo Geyres – Parada Queguay, punto de referencia para los pobladores de la zona.
A medida que devoramos kilómetros se presentan parajes y colonias, vestigios de caseríos de lúgubres siluetas; imágenes que intimidan al forastero. La Palma, Las Delicias, Arroyo Malo, Guaviyú, más algunos establecimientos que supieron de un esplendoroso pasado, se entremezclan con el paisaje.
Cruzar por el arroyo Mataojo, por la calzada principal, no representa riesgo alguno, y muchos afirman que cada año el curso de agua se achica un poco más. Las marcas en los piques y el herrumbre en la alambrada confirman la teoría. Tras hora y media de recorrido, aparece la primera figura humana, cual una ilusión óptica. El paisano levanta su mano y saluda con voz profunda, ronca y entrecortada; provocándonos un escalofrío, con su figura inmóvil, justo a la entrada de un camposanto.
El camino parece no tener fin y se pierde en ambas direcciones, entremezclándose con otros senderos de misterioso destino. La vez anterior, cuando visitamos la zona, lo hicimos acompañados de un ex vecino, don Alfredo González, aunque esta vez decidimos lanzarnos solos a la aventura. Esta visita nos permitió hablar con algunos vecinos. Protagonizar encuentros breves, escuchar interesantes relatos que permitieron conocer el modo de pensar de los lugareños.
Los más viejos rescataron otros tiempos, en los que se necesitaba mucho más gente para encarar una siembra o una cosecha. Recordaron el sacrificado trabajo en los hornos de carbón vegetal, en la zona del Queguay. Otros aseguran que la juventud ya no se compromete con la tierra y que tentados por otras oportunidades se van en busca de nuevos horizontes. En cuanto a las colonias, ya casi no tienen gente. Hoy son muy pocas las familias que habitan en la zona, en su mayoría adultos mayores.
La visita por estos campos se extiende un poco más de lo programado. El silencio por momentos intimida. A lo lejos, un par de gurises apuran el tranco para llegar a tiempo a la escuela. Más acá, un perro ladra furioso detrás del alambrado. Imaginamos que solo debe ser para entretenerse, porque ya casi no pasa nadie a quien salirle al cruce.
El regreso a casa es inminente, otras historias esperan ser rescatadas.


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