Paysandú, Jueves 16 de Diciembre de 2010
Opinion | 16 Dic Aunque los números referidos a las exportaciones pueden disimular en alguna medida la entidad del asunto, teniendo en cuenta que los commodities siguen dinamizando el movimiento comercial de nuestro país ante la sostenida demanda internacional, no debe perderse de vista que este viento de cola no tiene la necesaria contrapartida interna a efectos de dar sustentabilidad a esta dinámica y reducir su dependencia de los avatares externos.
Mucho menos aún se da esta contrapartida en el caso de los productos manufacturados, que son los que ocupan mayor cantidad de mano de obra calificada y que son precisamente los que sufren fuerte competencia en los mercados internacionales, como así también aquellas empresas que producen artículos que son sustituidos por los importados por efecto de su menor precio.
Un reciente informe de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) da cuenta de que Uruguay fue el país que registró una mayor pérdida de competitividad durante los dos últimos años en comparación con el resto de las economías de la región. Si bien el fenómeno de apreciación de las monedas tuvo un impacto generalizado en los indicadores de competitividad de los países latinoamericanos, en Uruguay se dio de forma más acentuada, al encarecerse los productos nacionales un 17,7 por ciento respecto a dos de sus principales mercados de referencia.
Ello indica, señala el informe, que Uruguay encabeza la tabla de los países que más competitividad perdieron durante el proceso de recuperación económica posterior al período de mayor impacto de la crisis internacional en la región, en tanto de los 22 países de América Latina y el Caribe relevados por el organismo internacional, solo seis registraron un aumento de sus indicadores de competitividad. La apreciación de las monedas, como consecuencia del debilitamiento del dólar y el euro en el mercado internacional de divisas, provocó un encarecimiento de los productos provenientes de los mercados emergentes, en especial de los latinoamericanos.
Es decir que estamos en un contexto regional donde el común denominador ha sido la pérdida de competitividad, con un promedio del 4 por ciento medido a través del indicador de tipo de cambio real, pero evidentemente el Uruguay triplica con creces este guarismo por un escenario interno que refleja condicionamientos estructurales pero a la vez por decisiones inherentes a la conducción política del país, y que empuja asimismo al alza la inflación en dólares.
El mayor deterioro de la competitividad se da respecto a los países extra-región, que llega al 17,7 por ciento, y que evolucionó de esta forma en los últimos dos años, pero también tenemos este desfase respecto a la Argentina, desde que en el mismo período cayó un 20,3 por ciento el tipo de cambio real de la economía uruguaya, y con Brasil la caída fue de un cinco por ciento.
Evidentemente hay una serie de factores a tener presente en este esquema y no solo el tipo de cambio, desde que no es un elemento que pueda tomarse químicamente puro como para aislarlo del resto de los parámetros, y es así que en este análisis juega un papel preponderante la evolución de los costos internos, es decir el costo de producir y prestar servicios dentro del país y su conversión al precio final en dólares para competir en el escenario internacional.
Y es aquí donde tenemos por cierto el quid del problema, ya que si bien la caída del dólar es un fenómeno internacional, en otros países esta tendencia es amortiguada por un acomodamiento de los precios internos que no se da en Uruguay, donde tenemos inflación en dólares por una serie de factores que son elementos distorsionantes a la hora de medir la competitividad.
Un factor insoslayable es que los salarios han crecido en dólares en forma sustancial, despegándose de la realidad de la economía local e internacional, lo que implica que las empresas de exportación y las que compiten con productos importados sufren por esta vía una fuerte erosión en la competitividad. Lo mismo ocurre con los costos en la energía y en la presión tributaria, tanto en impuestos como en cargas sociales.
Y acá llegamos a un elemento esencial, que refiere a las políticas internas que se han instrumentado y que pasa por la ausencia de medidas anticíclicas, que en este caso concreto se explican porque se sigue aumentando el gasto público, sobre todo incrementando el costo fijo de la masa salarial del sector, acompañando la mejoría en los ingresos por efectos de la bonanza, en lugar de apuntar a incorporar un colchón de recursos que permitan atemperar los efectos negativos cuando el escenario internacional se revierta y la fluidez de la demanda por nuestros productos se retraiga, como ha ocurrido en muchas oportunidades.
Dado que los sueldos son “sagrados” y en los Consejos de Salarios solo se puede hablar de “recuperación salarial” –aunque ya se hayan alcanzado o superado los valores anteriores a la crisis de 2002--, abatir el gasto público permitirá reducir la presión tributaria sobre los sectores reales de la economía, con el consecuente abaratamiento del costo país y a la vez con el efecto beneficioso de reducir la evasión fiscal. Sin dudas la disyuntiva está en que si no queremos terminar viendo desaparecer empresas exportadoras de las que distribuyen mejor la riqueza, hay que elegir entre una o otra posibilidad –reducir o al menos no seguir inflando artificialmente los salarios o bajar la carga fiscal--. La primera opción resulta impensable, pero la segunda es aún más difícil cuando el Estado sigue creciendo en áreas que no producen retorno alguno.
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