Paysandú, Viernes 04 de Febrero de 2011

La seriedad de Uruguay vs. la desfachatez argentina

Opinion | 28 Ene De la misma forma que puede cederse a la tentación de meter la pelota con la mano en el arco cuando no se llega con la cabeza ni con el pie, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) de Argentina modificó, cuatro años atrás, los índices de inflación del vecino país, lo que provocó un desfase entre los índices estadísticos y el crecimiento real de los precios, de acuerdo a una investigación del matutino bonaerense La Nación.
Naturalmente, a nadie se le ocurrirá pensar que falseando las estadísticas pueda abatirse la inflación, ni siquiera desde el punto de vista sicológico o de las expectativas, pero la jugada adquiere sentido cuando están de por medio intereses político-electorales, como los que precisamente llevaran a trampear las cifras durante el gobierno de los Kirchner.
El diario, tras un análisis minucioso de las cifras en base a economistas del área privada, da cuenta que hace cuatro años que el secretario de Comercio Guillermo Moreno intervino el Indec y desde entonces la diferencia entre el IPC oficial y el que calculan los privados es de ochenta puntos de inflación. Así, mientras la inflación real se ubicó en Argentina, según economistas, en más del 120 por ciento en el período 2007-2010, para el Indec los precios solo se incrementaron en un 39 por ciento en ese período.
Pero claro, en realidad no se trata solo de intereses político-electorales y de “trancar” expectativas de los operadores y la propia población, sino que en base a esta distorsión el Estado se quedó con unos 23.500 millones de dólares de deuda pública, que se ajustaban de acuerdo con la variación de la inflación. A su vez los privados sufrieron la indexación de la economía ante la falta de un parámetro creíble, lo que afectó millones de contratos de todo carácter.
Es decir que la falta de escrúpulos para esconder la verdad en el caso de la inflación tiene efecto de arrastre sobre una serie de índices que inciden directamente en la economía de un país –y en el bolsillo de su gente--, por cuanto en Argentina, como en Uruguay, los valores oficiales de IPC se utilizan como parámetros de reajuste para alquileres, salarios, pasividades, entre otros componentes de la ecuación socioeconómica, y por lo tanto la tentación a que nos referimos es demasiado grande al tenerse a mano un elemento decisivo para frenar reajustes por encima de lo que el gobierno pretende en su intento de estabilizar una economía que se dispara por desaciertos en las medidas adoptadas.
Como bien sostiene el dicho, la mentira tiene patas cortas, y tronchar la evolución inflacionaria sin que se note o más o menos se disimule es una pretensión ilusoria y de corto plazo, porque sobre todo, cuando se aplican los reajustes, alguien paga por este desfasaje, desde que existe de por medio una desvalorización del dinero que es “licuada” cuando se aplica la estadística oficial en perjuicio de quienes aspiran por lo menos a mantener constante el capital en juego, por decir lo menos.
Otras consecuencias, éstas ya de resorte del propio gobierno, son la imposibilidad de diseñar políticas serias para luchar contra la inflación –que en 2010 orilló el 25 por ciento-- si falta un índice de precios creíble, y si a la vez se siguen aplicando subsidios en tarifas oficiales que regulan la energía, caso de la electricidad, el petróleo y el gas, que tienen valores en lo interno muy por debajo del precio internacional pero que sin embargo se exportan a los valores internacionales, y por lo tanto la industria, la producción, los servicios, trabajan con una escala de costos que no son reales y se ha generado una economía absolutamente distorsionada.
En Uruguay, con errores y aciertos, por lo menos debemos conceder que todos los gobiernos, del signo y partido que fueran, han respetado la profesionalidad del Instituto Nacional de Estadística (INE), y gustara o no se han aceptado los índices inflacionarios tanto en cuanto a elementos para seguir la evolución de precios como respecto a parámetros de ajuste.
Es cierto, como ocurriera en la administración anterior, que hubo “toqueteos” que se centraron en “aguantar” las tarifas de servicios y empresas públicas, para incidir lo menos posible en la inflación y así evitar que por ejemplo se llegara en su momento al 10 por ciento anual, que haría disparar reajustes semestrales de pasividades y salarios, pero esta posibilidad se enmarca en las reglas de juego a las que puede apelar un gobierno en procura de cumplir determinadas metas, teniendo presente además que en el período siguiente se deberán enfrentar las consecuencias de las medidas de contención que se adoptaron. Pero por más vueltas que se le dé, es absolutamente irrefutable que hay leyes económicas que no se pueden soslayar, como por ejemplo el pretender mantener subsidios indefinidamente, como si éstos fueran gratis, o fundamentar políticas económicas sobre parámetros disfrazados, porque tarde o temprano habrá que hacer frente a la realidad y cuanto más lejos se esté de ella, más fuerte será el golpe.


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