Paysandú, Miércoles 02 de Marzo de 2011
Opinion | 23 Feb Fue como una bomba de napalm. El fuego del movimiento popular ha sacudido (o sacude ahora mismo) a países como Túnez, Egipto y Yemen, con réplicas en Argelia, Marruecos y Jordania. Lo más curioso es que ningún caudillo, grupo o partido político puede atribuirse ese sísmico levantamiento social que ha terminado ya con Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto, tiene a mal traer a Ali Abdalá Saleh en Yemen y provoca escalofríos en los gobiernos de los países donde la onda convulsiva ha llegado más débilmente, como en Siria, Jordania, Argelia, Marruecos y en Arabia Saudita.
Llama poderosamente la atención que las revueltas ocurran en el seno de sociedades autoritarias árabes, y eso ha sorprendido a los analistas, la prensa, las cancillerías y los políticos occidentales. Como si nuevamente se estuviera derrumbando el Muro de Berlín.
Ahora, hay algo más sorprendente aún. Y es el fuego que alimentó a esta revolución en Medio Oriente, el napalm mismo. No es solamente el hecho de que se hubieran padecido durante decenas de años crueles dictaduras, sino el hecho de que para su expansión se apoyaron en la globalización. Ni más ni menos.
Es que las dictaduras en aquella zona donde el oro es negro, los rígidos sistemas de censura funcionaron de maravillas para tener a los pueblos que explotaban y saqueaban en la ignorancia y en el oscurantismo tradicionales. Pero no contaron con el Chapulín Colorado (o la astucia de la tecnología, para ser más exactos): la telefonía móvil, Internet, los blogs, Facebook, Twitter, las cadenas internacionales de televisión y demás resortes de la tecnología audiovisual, que han llevado a todos los rincones del mundo la realidad de nuestro tiempo y forzado unas comparaciones que, por supuesto, han mostrado a las masas árabes el anacronismo y la barbarie de los regímenes que padecían y la distancia que los separa de los países modernos. El movimiento emancipador árabe -que de eso se trata- encontró su camino aun cuando lo integra lo que hasta no hace mucho eran los desinformados, discriminados y explotados. A ellos les llegó la hora de descubrir que la libertad no es un ente retórico desprovisto de sustancia, sino una llave muy concreta que permite que hombres y mujeres puedan vivir sin miedo y con el progreso como meta. Y lo hizo usando las tecnologías y la globalización. Ese concepto que tanto criticamos en Occidente. Pero que, como todo, es beneficioso y también es perjudicial. Depende el uso que le demos.
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