Paysandú, Lunes 07 de Marzo de 2011
Opinion | 02 Mar Los años setenta fueron sin dudas fermentales. En América Latina la lucha entre revolucionarios y militares vivía su época más sangrienta, mientras en el otro lado del mundo The Beatles cantaban al amor y a la paz. Vietnam entraba en su última etapa, Watergate dejaba a Nixon sin Presidencia, la URSS como bloque comienza a dar señales de desintegración y la OPEP pone sus reglas y genera una crisis energética grave.
Pero, por otra parte, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías contra las situaciones de crisis, las democracias modernas comenzaban a desprenderse de sus extremos de riqueza y pobreza. Esto, obviamente, no terminaba con las grandes diferencias. Pero mejoraba bastante el nivel de vida general en esos países.
Tanto los países esencialmente igualitarios como Escandinavia como las sociedades, bastante más diversas, del sur de Europa seguían reconociendo diferencias en su seno, y los países angloparlantes del mundo atlántico y el Imperio británico continuaban reflejando tradicionales distinciones de clase. Pero como cada uno a su manera se había visto afectado por la creciente intolerancia y la desigualdad excesiva, había establecido la provisión pública para compensar las carencias privadas.
Cuarenta años después, podría suponerse, la situación mundial en cuanto a la eliminación de los extremos de pobreza y riqueza podría haber mejorado.
Pero nada más lejos de la realidad. No sólo ha habido un retroceso, todo está peor que entonces. Los mayores extremos de privilegios privados e indiferencia pública han vuelto a aflorar en Estados Unidos y en el Reino Unido, epicentros del entusiasmo por el capitalismo de mercado desregulado. También se han visto retrocesos en países tan lejanos como Nueva Zelanda y Dinamarca, Francia y Brasil. Pero ninguno ha igualado a Gran Bretaña o a Estados Unidos en la empresa de desmontar, a lo largo de cuarenta años, décadas de legislación social y supervisión económica.
La igualdad social sigue estando en la agenda política de casi todos los países, pero nada realmente importante sucede; los ricos no quieren perder nada de sus inmensas fortunas; por el contrario van por más.
Los pobres quieren salir de esa condición pero no tienen las herramientas para promover cambios. El mundo sigue siendo injusto. Los humanos seguimos siendo injustos.
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