Paysandú, Jueves 17 de Marzo de 2011
Opinion | 15 Mar Es difícil sustraerse a comentar, aún a miles de kilómetros de distancia y ubicados en las antípodas, el inconmensurable drama que por estas horas vive el Japón, un país pequeño en superficie y conformado por varias islas en medio del Pacífico, que con trabajo y voluntad ha sabido construir una de las mayores economías del mundo –actualmente la tercera, recientemente superada por China—en una zona que forma parte del denominado anillo de fuego del Pacífico, es decir bajo la amenaza constante de ser afectada por terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas.
Por supuesto, en primer lugar prima el sentimiento de solidaridad con un pueblo que estoicamente ha sobrellevado estas amenazas que se han traducido a menudo en cataclismos con miles de muertos y sembrando la destrucción por doquier, y que sin embargo una y otra vez se ha levantado de entre las ruinas, como ocurrió incluso con la devastación que sufrió por efectos de las dos bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial.
El terremoto y posterior tsunami, que todo el mundo pudo seguir al instante por la cobertura masiva de medios de difusión y que hoy sigue además con suma inquietud el desenlace del grave problema surgido en la central nuclear de Fukishama, ha causado la muerte de miles de personas, en tanto unas seiscientas mil fueron evacuadas tras el cataclismo. A la vez, se teme que los daños en las tres plantas atómicas puedan desencadenar un nuevo Chernobyl, y a la tragedia natural, la más grande en la historia de Japón, se sumó un nuevo problema que tiene en vilo a las autoridades niponas y a la Humanidad, como es la crisis nuclear, que se está intentando evitar que pase a mayores mediante medidas desesperadas, como el uso del agua de mar para enfriar los reactores.
Pero seguramente ante la magnitud de la tragedia, pérdidas irreparables en vidas humanas y situaciones traumáticas que sin lugar a dudas resultarán inolvidables para las víctimas, surge ante los uruguayos la visión de que estamos ante un pueblo que no ha sido doblegado por la tragedia, que no se ha detenido a llorar sobre la leche derramada, pese a la enormidad de la catástrofe, y que ya se está ocupando de la reconstrucción de su país, porque antes que las lamentaciones por lo irreparable, en un sentimiento humano comprensible y que nos ocurre a todos alguna vez, tiene fe en el futuro y en sus propias fuerzas para superar el trance y resurgir de las cenizas.
Debe tenerse presente además que desde que nacen, los japoneses están preparados para sufrir el “gran sismo” que ocurrirá por lo menos una vez en su vida, por cuanto ya en la escuela se les enseña que estadísticamente esta posibilidad está contemplada, y en esta ocasión ya se había cumplido el plazo manejado en base a los estudios de muchos años sobre el particular. Ello quiere decir que están disciplinados desde la niñez para actuar ante medidas de emergencia en forma perfectamente ordenada, en tanto rigen normas de construcción antisísmica de edificios que son respetadas a rajatabla, sobre todo teniendo en cuenta la idiosincrasia y la cultura nipona.
Pero cuando el drama ocurre, es imposible pensar que todo está previsto en los manuales, porque están de por medio los imponderables, las circunstancias y el factor humano, y además cuando la tragedia toca de cerca e involucra a cada uno, se pone a prueba la planificación, los elementos preventivos e incluso la seguridad de los refugios sísmicos cuando intervienen factores imprevistos, como el caso de la gran altura de un tsunami que desbordó las barreras rompeolas construidas precisamente a esos efectos.
Para los uruguayos, cada vez que ocurren tragedias de esta magnitud, nuestra reflexión invariablemente apunta a que estamos en un país ubicado en una zona del globo en la que felizmente tenemos apenas “trageditas”, que nos afectan sí porque las sufrimos en carne propia, pero que felizmente no revisten la magnitud de estos sismos, tsunamis, huracanes, ni siquiera tornados como los del centro oeste de Estados Unidos, ni sequías que generan hambrunas masivas ni inundaciones que arrasen ciudades enteras.
Debemos dar gracias a la Divina Providencia por ello, pero sobre todo, en lugar de quedarnos solo tranquilos y agradecidos por todo lo que no nos cae encima, apostar a redoblar el esfuerzo y la disposición a encarar decididamente nuestros problemas, que los tenemos, y que son realmente menores ante estas tragedias, desde que estamos en condiciones de superarlos con relativa facilidad si en lugar de hacer caudal de nuestras diferencias las devaluamos en procura de acordar para encontrar soluciones en favor de la concordia y el bienestar común.
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