Paysandú, Miércoles 30 de Marzo de 2011
Locales | 25 Mar Los investigadores la han definido como la revolución más popular de la historia de nuestro país. Una reyerta armada en la que participaron siete hombres que más tarde ocuparían la Presidencia de la República: Lorenzo Batlle, Máximo Santos, Luis Batlle, Máximo Tajes, Francisco Vidal, Juan Campisteguy y Claudio Williman.
Javier de Viana –a sus 17 años-- describió en su trabajo “Crónicas de la Revolución del Quebracho”, las características de un conflicto que significó el desenlace de una sucesión de revueltas, ya que desde 1882 se habían desarrollado --sin éxito-- varias revoluciones.
Javier de Viana explica que en 1886 se produjo un nuevo y audaz levantamiento contra el régimen del dictador Máximo Santos, cuyo gobierno se había caracterizado por el gran desorden económico y administrativo, habiéndose tolerado además numerosas violaciones constitucionales, con limitaciones a la libertad de expresión y atentados –incluso asesinatos-- contra tipógrafos de los periódicos opositores.
Blancos, colorados e integrantes del por entonces recientemente formado Partido Constitucionalista se exiliaron en Buenos Aires, donde formaron el “Comité de la Revolución” y organizaron la cruzada. Entre ellos estaban Joaquín Requena, Juan José de Herrera, los hermanos Ramírez, Juan Zorrilla de San Martín, Luis Melian Lafinur, Lorenzo y Luis Batlle, Juan Campisteguy y otros. La revolución tuvo como jefes en el campo de batalla a José M. Arredondo y Enrique Castro, representantes de los partidos blanco y colorado respectivamente.
El historiador local Oldemar Chacón --quien desde hace veinte años está realizando un pormenorizado estudio sobre el proceso de construcción de villa Quebracho-- dijo que respecto a esta revolución “algunos vaticinaban la derrota, como el presidente argentino Julio A. Roca, que a pesar de ello apoyó la revolución, sembrando la desconfianza al gobierno uruguayo”.
En cuanto a la travesía, el docente sostuvo que “se realizó en un buque mercante desde Buenos Aires por el Paraná. Fue un martirio para los insurrectos, que llegaron exhaustos. Alimentados con trozos de pulpa, caldos, vino y mate. En un verano lluvioso y soportando ejércitos de mosquitos. Algunos dormían, otros se consolaban con lecturas de poesías de Campoamor o cantaban pericones y milongas en sus carpas sobre el buque, jaranas que transformaban el hambre en olvido de aquellos 1.700 hombres cuyas diversiones eran jugar al truco, al tejo o a la taba, mientras otros hacían sonar las guitarras”.
A fines de febrero se encontraban en Entre Ríos y en tierra firme. En la estación de Naranjito tomaron el tren hacia Concordia, donde más tarde apresaron varios vapores en los que cruzaron el río. Entre ellos estaban el “Comercio”, el “Leda” y el “Júpiter”, además de pequeños buques.
La cruzada
El 28 de marzo en Concordia y tras la puesta del Sol arribaron a la playa de Guaviyú, tras sortear algunos escollos. El primer enfrentamiento en ese lugar tuvo nefastas consecuencias. El comandante revolucionario Juan F. Mena, con cuarenta hombres, logró dispersar a doscientos gubernistas a las órdenes de Fortunato De los Santos, cinco de ellos muertos y con la primera baja, Hilario Céspedes. La metralla fue despiadada e intensa, mientras los superiores arengaban a sus valientes a que no abandonaran la lucha. Los disparos de los fusiles Remington de los revolucionarios saturaban el aire con su estridencia.
El amanecer del 29 de marzo despertó al campo de batalla con el trinar de los pájaros en los guaviyús, tal cual expresa Javier de Viana, quien tomó las armas cuando tenía apenas 17 años. La playa --escribió-- estaba sembrada de despojos de la noche anterior.
El Saladero de Guaviyú o de Piñeyrúa los sorprendió al trepar una pequeña cuesta. En su frente poseía una quinta con varios edificios y a la derecha lucían los techos rojos del caserío. Bebieron agua de un pozo, mientras otros hicieron fuego. Destruyeron las oficinas telegráficas, mientras que la marcha comenzó cerca del mediodía a pie, bajo un cielo gris amenazante.
Una de las razones del fracaso de la revolución fue la falta de caballos, aparentemente robados al súbdito inglés Thomas Tylor, que se había comprometido a embarcarlos. Otras versiones indican que el mayor Domingo Trujillo fue a buscarlos a la estancia de Tylor y éste, con sus peones armados y la policía, lo aprehendió, no permitiéndole ni siquiera comunicarse con el coronel Carlos Gaudencio que había quedado al otro lado del río.
Dos vigías habían permanecido en el mirador de la estancia de Amaro esperando ver aparecer los caballos, pero esto nunca sucedió. En aquel lugar también se mantuvieron al cuidado de los heridos algunos doctores, practicantes y un farmacéutico.
A las diez de la noche, tras varias leguas de trasiego, llegaron a la Estancia Las Dolores (así se llamaba la señora de Piñeyrúa, dueño del casco y el saladero), hoy Escuela Agraria en Alternancia de Guaviyú. A las 6 de la mañana del 30 de marzo, con algunos caballos más, emprendieron la marcha hacia el Sur. A la 13.30 hicieron un alto en el camino para carnear y acampar en un alto valle, rodeado de colinas y surcado por un arroyito (San José) muy cerca de donde más tarde se ubicaría la estación Quebracho. Una hora más tarde comenzó el fuego. La dirección general de la campaña contra los revolucionarios estaba a cargo del general Máximo Tajes, quien el 29 había llegado al Arroyo de los Chanchos con tres mil hombres.
La revolución
había muerto
A las 2 de la tarde el comandante Mena defiende “el paso de Ruiz Díaz en el Quebracho” en una nueva estocada a la fuerza de De los Santos. Desde el Paso de la Cruz (hoy Termas de Guaviyú) las fuerzas del gobierno aprontaban su encuentro aproximándose en dirección Sur. Ambos ejércitos venían en marcha paralela, hacia lo que hoy es Quebracho. Desde allí realizaron catorce horas de caminatas, para descansar a las 8 de mañana del 31 de marzo. Ese día en las puntas del arroyo Quebracho los revolucionarios se parapetaron en una casa de azotea con cerco de piedra. Arredondo pensaba tirotearlos todo el día y luego irse por la noche, pero en una lucha desigual fueron vencidos. Doscientos revolucionarios fueron muertos y seiscientos fueron tomados prisioneros en una de las luchas más sangrientas del país. La revolución había muerto. A las cinco de la tarde el grito de un jinete apagó los fusiles. “No me tiren. Somos hermanos, les traigo el perdón. Ya han demostrado ustedes el valor de los orientales”.
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