Paysandú, Domingo 03 de Abril de 2011
Opinion | 27 Mar Hace 40 años el querosén se consideraba “el combustible de los pobres”, dado que era usado por la mayoría de la población de menores recursos para calefaccionar los hogares en invierno, para cocinar y hasta para encender faroles cuando no había electricidad. Para la década del 70 el viejo “Primus” ya estaba cayendo en desuso, pero para muchos seguía siendo la cocina de alternativa o incluso de uso diario, mientras en las estancias la clásica “Volcán” cubría todas las necesidades. Con la popularización de las garrafas de gas licuado de petróleo, todo aquello pasó en gran medida al arcón de los recuerdos, sustituido por un combustible mucho más limpio, fácil de usar (no había que estar “dándole bomba” al aparato cada pocos minutos, ni se derramaba por el piso al cargarlo), económico y seguro.
Pero ya bien avanzados en el Siglo XXI los uruguayos que aún conservan sus vetustos equipos a querosén se han visto obligados a desempolvarlos y ponerlos en funcionamiento, por las medidas gremiales adoptadas primero por los trabajadores de envasado del gas y luego por los transportistas. Por más de dos semanas el país entero quedó desabastecido, mientras muchas empresas que dependen del suministro –a través de garrafas, tubos o a granel— se vieron obligadas a racionar el consumo o directamente cerrar. No siempre son grandes empresas, en realidad la mayoría son emprendimientos personales o familiares, como pequeñas rotiserías, restaurantes o que recargan garrafas de 3 kilos. Eventos de fin de semana en escuelas o clubes tuvieron que ser suspendidos, o cambiaron las tortas fritas por el chorizo al pan, afectando por lo tanto duramente las economías más vulnerables. Pero esos son “daños colaterales” en cualquier conflicto sindical, y si hubo cierta flexibilización de las medidas quizás sea el hecho que la cooperativa montevideana Envidrio –empresa que fuera reflotada por sus trabajadores tras el cierre--, tendría que apagar sus hornos, lo que significaba fuertes pérdidas para estos compañeros.
El motivo de todo esto: presionar hasta las últimas consecuencias para obtener en los Consejos de Salarios una serie de reivindicaciones del gremio, todas las que podrían sintetizarse en un fuerte incremento salarial. De hecho, aún la reducción de 6 a 8 horas de la jornada laboral ganando lo mismo es evidente que poco tenía de reclamo por “salud ocupacional”, puesto que finalmente se acordó una reducción de 4 horas semanales (de 44 a 40), que no necesariamente significa trabajar 60 minutos menos por día.
Alcanza con tener libre los sábados --que hasta ahora se trabaja solo media jornada-- para cumplir con el acuerdo, aunque descansar más el fin de semana no ayudará a curar un supuesto daño físico severo por esfuerzos realizados durante demasiado tiempo. Tampoco es claro hasta dónde llega el esfuerzo físico en una planta de envasado sumamente automatizada, donde el operario se limita mayormente a controlar que no haya pérdidas en las válvulas. Quizás el error sea imaginarse miles de pesadísimas garrafas siendo movidas por jóvenes brazos, cuando son sistemas hidráulicos y eléctricos los que hacen casi todo el trabajo pesado.
En este sentido, la gran duda la aporta el siguiente reclamo en ese sentido: que los call center sean considerados de igual forma. Podrían pedir sillas ergonómicas, pantallas de luminosidad controlada, lentes anti reflejo de descanso, etcétera. Pero no, se exige reducir la jornada laboral.
Finalmente, bajo presiones de todo tipo se logró llegar a un acuerdo luego de casi 20 días de “diálogo”. Los trabajadores recibirán en tres años, un aumento (“recuperación”) salarial del 12,83% por sobre el aumento del costo de vida (IPC) --muy superior a lo que se observa en otros Consejos, pero similar a la propuesta original de la Cámara del Gas--, más la consabida “reducción de horas de trabajo” en los directamente implicados en la manipulación de envases, dejando para más adelante la discusión por los call center.
Pero, como era de suponer, inmediatamente solucionado este punto surgen nuevas manifestaciones en otro sector decisivo de la cadena del gas: los transportistas. Como medida de fuerza para las negociaciones propias, no solo no distribuyen el gas, sino que impiden hacerlo a terceros.
Más allá de la justicia en los reclamos y los derechos que asisten a los trabajadores, el problema de Uruguay como país es que un solo gremio tiene el poder para incidir directamente en la economía de todo el país, afectando en principio a los más vulnerables, que son el sector más pobre de la población. No hay un límite claro para las medidas de fuerza, y lo que es peor aún muchos sindicalistas ven en la acción sindical los méritos necesarios para alcanzar un puesto político en el gobierno, por lo que se aplica aquello de “cuanto peor, mejor”. En este caso basta que el sindicato que agrupa a menos de 600 trabajadores no esté conforme con algo para que Juan Pueblo tenga que cocinar a leña o cierren industrias por falta de combustible. O más extremo aún, si los camioneros se enojan será la decisión de 100 personas la que paralizará el país.
Si bien los acontecimientos recientes han sido los de mayor trascendencia, escaramuzas de este tipo se vienen sucediendo una tras otra desde hace años, sin provocar mayores consecuencias solo por haber sido inteligentemente balanceadas entre los distintos sectores de la cadena del gas, por menos tiempo y afectando parcialmente la distribución. Hoy llegamos a un extremo incomprensible. Ahora habrá que seguir dándole bomba al Primus, hasta que los muchachos de los camiones obtengan lo que desean. Y esperar que en los próximos meses no surja “algo” que nos prive nuevamente del gas, ahora que se viene el invierno.
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