Paysandú, Miércoles 25 de Mayo de 2011
Opinion | 25 May Mientras el Frente Amplio sigue buscando caminos para salir del atolladero en que quedó con la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, la oposición pide y reitera el pedido de que atienda otros temas considerados urgentes, como la educación y la seguridad pública.
Y sobre este último aspecto es indudable que la falta de seguridad pública se ha tornado un problema de primera importancia, lo que hace que la población, dentro de lo que le es posible, tome los recaudos necesarios para aumentar su propia seguridad.
No obstante, si bien ello no es reprochable, porque en definitiva las organizaciones en las que la sociedad ha confiado la prevención, represión y castigo de delitos y delincuentes, se han visto desbordadas, genera un problema que quizás aún no se considera.
Y ese problema es la exclusión. Y no tiene que ver con los excluidos del sistema debido a que viven en condiciones de pobreza tal que no pueden acceder a los bienes básicos de vivienda, comida, educación y salud y que sobreviven por fuera del sistema arañando sus bordes para poder ingresar y contar con una vida más o menos digna.
No, se trata de los pudientes excluidos. La respuesta de los más ricos a la inseguridad es la exclusión.
Se mudan a barrios cerrados con seguridad privada, envían a sus hijos a colegios y universidades privados, tienen salud privada y polarizan los cristales de sus autos y camionetas. Desaparecen de los lugares públicos también. Se encierran entre muros y garitas de vigilancia.
No es cuestión de tratarlos como egocéntricos, porque se refugian en busca de la seguridad que todos deseamos pero que ellos sí pueden medianamente alcanzar, o al menos hacen el esfuerzo porque saben que son un blanco principal de la delincuencia. Pero esa exclusión es perjudicial como la de los más desposeídos, más allá que sea bien diferente. Con ese estilo de vida privado, aislado de la realidad de los demás, pierden contacto y sensibilidad con la calle, con el vecino, con las necesidades del país como un todo. Rodeados de sus pares con alto poder adquisitivo, las conversaciones terminan girando en torno a intereses o temas legítimos pero demasiado particulares: sus empleos, el colegio de sus hijos, sus deportes de fin de semana, los viajes y programas familiares.
Nada de eso es reprochable. Pero si de lamentar. Porque dejan de involucrarse en la sociedad. No participan ni en política, ni en la sociedad civil, ni el club de barrio. Esta es una exclusión que de igual manera que la otra debe combatirse. Simple y sencillamente porque sólo con uruguayos involucrados, sensibles y activos saldremos como país.
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