Paysandú, Jueves 23 de Junio de 2011
Locales | 17 Jun Diver Saúl Collazzo tiene 63 años y nació en villa Quebracho. Es el segundo de seis hermanos y su familia se mudó a pueblo Porvenir cuando apenas había cumplido dos años. Según relata, se instalaron en la zona de chacras, donde vivieron 43 años. Acudió junto a sus hermanos a la escuela 41 de Puntas de Cangüé, en tanto supo de entreveros de potrero, defendiendo los colores de los clubes 18 de Julio y Parque. Hoy vive en la ciudad, a otro ritmo, pero se animó a contarnos parte de una historia cargada de gratos recuerdos de un pasado rural en Puntas de Cangüé.
“Recuerdo que la Escuela 41 --por aquellos años-- era de tiempo completo y nos quedaba a unas 20 cuadras de casa. Recorríamos a pie el camino junto a mis hermanos y otros vecinos. ¡Eran unos senderos que madre mía! Cuando llovía se armaba cada barrial que era imposible pasarlos”.
Respecto a su familia, Collazzo dijo que su padre fue tambero y después policía, en tanto su madre fue ama de casa. “Nos criamos en el entorno natural de una típica familia rural y con buenas costumbres. Nuestro padre nos sacó a trabajar cuanto teníamos 11 años, porque el sueldo no alcanzaba y nosotros teníamos que colaborar en todas las tareas. Al tiempo, por 1960, empezamos a plantar remolacha. Era una zona que estaba poblada, con chacras de 18 hectáreas y todas con gente, en su mayoría criollos. Era toda gente de campo, oriundos básicamente de la zona”.
Collazzo plantó remolacha entre 1970 y 1976. “Fue por mi cuenta y la verdad que me fue muy bien. Yo plantaba 15 hectáreas. Después en el 76 vino mucha lluvia y no pude preparar la tierra. Los ingenieros me dijeron que no servía plantar, que dejara para el año siguiente”.
“Al año fui a anotarme en Azucarlito y me ofrecieron tres hectáreas, pero ya no me sirvió. Al principio los rindes se pagaban por tonelada. Con un rinde de 15 toneladas por hectárea, le quedaba un margen interesante. Luego fue por el promedio de azúcar y ya no fue igual. Había que sacar 50 toneladas por hectárea, y no fue lo mismo”.
A principios de la década del 80 las cosas no resultaban fáciles. El trabajo y los rindes fueron disminuyendo. “En 1984 me vine para la ciudad porque en el campo la cosa se terminó. Conseguí un trabajo en Paycueros. Allí estuve tres meses y después comencé atender un boliche. Cosa que a mí siempre me gustó, desde tiempos de muchacho”.
En la ciudad la vida de Collazo cambió sustancialmente. “Los ruidos, todo resultó distinto. La verdad que extraño todo: levantarme temprano, tomar mate y ver cuando sale el Sol. Criábamos gallinas y producíamos todo en casa. Mi madre cocinaba al mediodía y a la noche buenos pucheros y guisos. Los jueves tallarines al mediodía y los sábados ‘la vieja’ hacia pasteles para toda la semana. El pan también era casero en horno de barro y cuando se carneaba preparábamos gran parte de los insumos para el resto del año. Eran buenos tiempos y gracias a Dios la comida nunca nos faltó”.
Además de trabajo y vida familiar, Cangüé ofrecía posibilidades de divertirse. “Teníamos la posibilidad de los bailes y quermeses en la escuela. Junto al resto de los muchachos íbamos a La Tentación y como yo integré la comisión de ex alumnos de la Escuela 41, organizábamos encuentros allí también. El entretenimiento se complementaba con las salidas a pescar y los partidos de fútbol cuando jugábamos en la Liga Sureña. Llegué a practicar en Huracán de Paysandú y fui goleador en Parque por el año 1973, cuando ganamos la Copa Lairana. Tiempo después hice el curso de técnico y dirigí a Casa Blanca, Peñarol --cuando estaba en la B-- y a Sol de América”.
Actualmente don Collazzo sale poco y sostiene que no hay lugares para gente de su edad. Con su esposa --Celia Pulleri-- se dedica a cocinar “para afuera”, porque su jubilación de Industria y Comercio no alcanza. Además sigue visitando a sus hermanos en Cangüé y cada vez que regresa al “pago” lo invade la nostalgia y el deseo de regresar. “Cuando me voy para afuera, los domingos, no me quiero volver. Ahora hay muchas taperas y hay pocas familias. Ya casi no queda gente”.
“La última vez que fui me dio pena ver la casa donde nos criamos, estaba todo abandonado y había un par de higueras. Voltearon como dos o tres chacras, ya ni calles hay”.
“En fin, muy diferente a aquellos años. Fíjese que el boliche de Petrib tenía un movimiento impresionante. Recuerdo a los que abastecían el almacén, que hacían como cinco o seis viajes desde la ciudad en la camioneta con pan y galleta. El camión de fideos ‘Adria’, que venía desde Colonia. Las reuniones eran interminables y en el salón del bar los parroquianos siempre estaban al firme. Con el cuadro de fútbol llegamos a organizar una fiesta de fin de año con 1.200 personas”.
“La más grande de todo el Interior por aquel entonces. Conseguimos cinco vaquillonas. La verdad muy buenos tiempos que difícilmente volverán”.
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