Paysandú, Lunes 22 de Agosto de 2011
Opinion | 22 Ago En la palma de la mano y ante nuestros ojos se está gestando una revolución. La ubicuidad de los celulares ya no discrimina ni países ni clases sociales --de Bangladesh a Marruecos, de Montevideo a New York-- y quienes piensan en el futuro coinciden en que esto recién comienza.
Hace poco el prestigioso MIT anunció la creación --con el soporte de Google-- de un Centro de Aprendizaje basado en teléfonos móviles y trascendieron los documentos de trabajo de MLove, una conferencia para 250 especialistas que se desarrolló hace un mes en un castillo al sur de Berlín. Entre lo nuevo se cuentan aplicaciones médicas (para medirse la glucosa o las pulsaciones), “poético-comerciales” (cupones de descuento en forma de mariposas que sólo se ven en la pantalla y se “cazan” con el teléfono) o educativas (herramientas de colaboración entre alumnos o de apoyo escolar).
Pero la revolución, como toda revolución desde el fondo de la historia conocida, tiene sus desventajas también. Para empezar, hay una obvia brecha entre los que pueden comprar los equipos móviles de última generación y entre los que usan el equivalente móvil al antiguo teléfono a manivela.
Los nuevos servicios, esos avances a velocidad hipersónica (un sueño que seguramente la NASA hará realidad en pocos años, por encima del reciente fracaso de 300 millones de dólares) que aparecen en los titulares de los medios de difusión masiva, siempre se basan en el soporte de los más avanzados móviles.
Y mientras en el denominado Primer Mundo eso es un paso relativamente sencillo, en el otro lado, en el “Mundo en Desarrollo” (donde los que dividieron el mazo han ubicado a Uruguay por ejemplo) llegar a un teléfono Android, iPhone o similar, no es cosa tan fácil. Más todavía, para muchos, simplemente imposible.
Por tanto, mientras la tecnología hace posible estudios universitarios y consultas médicas desde el teléfono móvil, los objetivos comerciales lo hacen imposible. La tecnología, en lugar de acercar, parece que tiende a profundizar la brecha.
Por otro lado, y no menos importante, están los riesgos de la deshumanización. La tendencia parece ser la hiperconexión con la pantalla del teléfono y las dificultades para conectarse con la imagen que devuelve el espejo. CuanTo más dependamos del teléfono móvil y otras pantallas interactivas, podríamos entender como “menos necesarias” las relaciones personales. Seríamos entonces, menos humanos.
“Locuras” de los que menos tienen. Debido a que no hay suficiente dinero para subirse a esas fantásticas tecnologías del Primer Mundo, podríamos mantener de mejor manera las relaciones entre los unos y los otros. Larga vida al mate compartido.
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