Paysandú, Jueves 01 de Septiembre de 2011
Locales | 28 Ago (Por Horacio R. Brum) Desde mayo de este año, Chile pasa por un período de movilización social que hace suponer a muchos que es posible realizar cambios de fondo en una sociedad que se caracteriza por la desigualdad de oportunidades económicas y educativas. Las marchas de los estudiantes por una educación estatal de calidad y realmente gratuita, así como los actos a favor de varias otras causas sociales y de defensa del medio ambiente, suelen tener una asistencia masiva que, sumada al alto porcentaje de rechazo al gobierno revelado por las encuestas (el presidente Sebastián Piñera es, en los números, el más impopular de todos los mandatarios desde el dictador Augusto Pinochet), llevan a los sociólogos y otros especialistas a afirmar que los chilenos padecen de una disconformidad general contra el sistema económico y político imperante.
Sin embargo, el paro general de 48 horas convocado por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) tuvo un efecto mínimo en la actividad laboral, aunque varias decenas de miles de personas participaron en la marcha que lo concluyó. ¿Por qué esta discrepancia entre los sentimientos de la gente y sus acciones? Dos historias “de la vida real” podrían dar una explicación.
Ignacio Barra es uno de los jóvenes que el Gobierno quisiera tener en todas las universidades y los colegios: no participa en marchas ni tomas, no exige educación gratuita y trabaja duro para ayudar a su madre a pagar el costo de sus estudios, que consume casi la mitad del ingreso familiar. Ignacio estudia gastronomía: aspira a ser chef internacional, con una vocación que le costó el trabajo que había tomado el año pasado, para ahorrar para la carrera. Estaba empleado en el depósito de una de las grandes tiendas nacionales, aplicando los conocimientos de computación que también debió obtener con un gran esfuerzo económico; cuando pidió a sus superiores algunas facilidades de horario para poder estudiar, fue despedido. Hace unos días, Ignacio y dos compañeros salieron del instituto de gastronomía para ir a la casa de uno de ellos a repasar las clases. En sus mochilas llevaban el uniforme de cocinero y el instrumental de estudio: un juego de cuchillos y otros utensilios de la profesión. Para su mala fortuna, pasaron cerca de una zona en la cual se estaban produciendo disturbios, al final de una marcha estudiantil. Fueron detenidos por la policía, pasaron la noche en una cárcel común, donde incluso presenciaron la violación de un recluso, y les quitaron sus juegos de cuchillos, además de ficharlos por “porte de armas blancas”. Como un gesto de magnanimidad, los defensores del orden público les devolvieron los pelapapas; hasta ahora, y después de transitar por varios tribunales, ni Ignacio ni sus compañeros han recuperado los cuchillos, y por las estrecheces económicas familiares, no pueden comprar juegos nuevos.Adriana Sanhueza, la madre de Ignacio, trabaja en el aeropuerto de Santiago. Tiene a su cargo varios equipos de limpieza de los aviones, compuestos cada uno por alrededor de diez personas, y desde hace años trabaja desde las diez de la noche hasta las siete de la mañana. Un turno agotador, que no cumple porque le guste, sino porque durante el día hace tortas, limpia casas y vende ropa. En el aeropuerto gana el salario mínimo, equivalente a poco más de 350 dólares, que la empresa le complementa con unos bonos de responsabilidad y productividad, hasta llegar a un total de aproximadamente 500 dólares; la mitad de lo que la empresa cobra por cada uno de los 15 a 20 aviones que se limpian por turno. Si hay un atraso en la limpieza de alguna aeronave, o si Adriana se enferma imprevistamente, pierde esos bonos y el presupuesto familiar se descalabra: la matrícula de los estudios de Ignacio cuesta 300 dólares mensuales; otros 100 van al colegio de su hermana, quien, dada la mala calidad de la educación pública en su barrio, debe asistir a una escuela particular; 90 dólares más se destinan a la hipoteca de la casa, que la Sra. Sanhueza debe pagar sola, porque su marido la abandonó hace varios años y ella no se atreve a hacerle juicio de divorcio, debido a lo engorroso de este procedimiento en Chile, uno de los últimos países del mundo que lo permitió, en plena década de 1990. Vidas como la de Adriana hay millones entre los trabajadores chilenos. En el comercio, es común que los empleados reciban el salario mínimo y el resto lo ganen a comisión; por lo menos el 10% de la masa laboral no cobra más que el mínimo y la práctica de la tercerización se extiende cada vez más. Los contratos rara vez se hacen por largo tiempo y no es extraño que, como sucede con los maestros de las escuelas particulares, se realicen despidos y recontrataciones con la sola finalidad de no pagar los salarios vacacionales. La concesión de licencias y aguinaldos está librada al arbitrio de los empleadores, que pueden manejar las fechas y montos a su conveniencia. En estas condiciones, existe en Chile un cierto “terrorismo laboral”, que mantiene a las personas atemorizadas por la pérdida de los ingresos e inhibe toda protesta que implique no trabajar.
Por otra parte, el uso discrecional de la fuerza pública (para el paro del 24 y el 25 el gobierno amenazó con aplicar una ley de Seguridad Interior, de características antiterroristas) es otro disuasivo, en una sociedad acostumbrada a las prácticas autoritarias. Es significativo que en el lenguaje del periodismo nacional jamás se emplea la palabra represión para referirse a las acciones de la policía cuasi militar de Carabineros, por más que las imágenes muestren hechos brutales. “Carabineros se vio obligado a actuar para restaurar el orden público” es una frase favorita.
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