Paysandú, Lunes 05 de Septiembre de 2011
Opinion | 31 Ago De acuerdo a un informe dado a conocer en el marco de la conferencia “Uruguay, preparando talentos para la exportación de servicios”, solo el dos por ciento de los uruguayos que se encuentran en el quintil social más bajo llega a la educación terciaria, en tanto en los últimos años la matrícula de las universidades privadas ha mantenido un sostenido aumento, y a la vez cae el de la Universidad de la República.
Los datos fueron proporcionados en este ámbito por el rector de la Universidad ORT, Jorge Grunberg, y de acuerdo a El Observador, indican que entre 2003 y 2010 el ingreso de bachilleres de la Udelar descendió del 76 al 63 por ciento, en tanto que en el mismo período la opción por las universidades privadas creció del 24 al 36 por ciento, marcando una tendencia sostenida que debe evaluarse en el contexto de una problemática que pasa por el eje de la sistemática pérdida de calidad de la educación de la universidad estatal.
Pero el punto es que no solo está ocurriendo este deterioro, sino que la población lo percibe cada vez con mayor certeza, en una Universidad estatal que se sabe cuándo se empieza una carrera pero no cuándo se termina, por cuanto todo allí está politizado así como los paros y ausencias de los docentes están a la orden del día –más aún en épocas de exámenes--. Ello explica este trasiego de estudiantes hacia las universidades e institutos privados, cuando se está en condiciones económicas de hacerlo.
Incluso hay datos tan o más concluyentes: entre 1990 y 2006 Uruguay pasó del quinto al décimo lugar entre los países de América Latina cuyos jóvenes de entre 20 y 24 años lograron culminar la totalidad de la educación secundaria.
Es llamativo --bueno, no tanto-- el hecho de que mientras solo el dos por ciento del quintil de ingresos más bajos llega a cursar educación terciaria, dentro del quintil de ingresos altos lo hace el 55 por ciento, lo que da la pauta del grado de desigualdad que consagra la Universidad estatal “gratuita”, que por supuesto no es tal para los estudiantes de menores ingresos y mucho menos para los del Interior.
Para que se den estos porcentajes --que no son absolutos, porque debe tenerse en cuenta el peso de los respectivos sectores en la población total y el hecho de que hay una alta deserción en Secundaria que ya va reduciendo el número de los que están en condiciones de ingresar a estudios terciarios--, coinciden una serie de factores cuyo resultado, por las distintas vertientes, es precisamente la degradación de la calidad en la enseñanza. Pero igualmente hay aspectos que son aún más rotundos en cuanto a estas cifras: solo el 9 por ciento de los que estudian alcanzan a egresar de la Universidad, en tanto en Corea lo hacen el 58 por ciento, en Nueva Zelanda el 48, en Finlandia el 38 y en Chile el 34 por ciento.
Estos porcentajes denuncian que por ejemplo, los dineros que todos aportamos de nuestros impuestos para sostener la Universidad “gratuita” --aún para estudiantes pudientes que perfectamente pueden pagar matrícula-- se vuelca a financiar estudiantes de una mayoría que no paga matrícula ni se recibe, lo que indudablemente “infla” el presupuesto de la Universidad.
Ocurre además que gran parte de los estudiantes simplemente “van” a la Universidad, sin mayor intención de culminar sus estudios, tratándose en su enorme mayoría de jóvenes montevideanos que con la alta casa de estudios a pocos pasos --y ya que no pagan matrícula--, deciden alternar sus actividades con estos estudios a medias, porque en definitiva, tal vez con los años agreguen una carrera a sus conocimientos o formación.
Pero debe tenerse presente que este panorama no se genera solo en la Universidad, más allá de políticas desacertadas de “inclusión” y gratuidad universal, sino que la educación terciaria es receptora de jóvenes formados en un esquema educativo degradado, con pérdida sistemática de valores, de lo que lentamente se va enterando la sociedad uruguaya.
Por cierto, estamos ante una crisis estructural de la enseñanza, por pérdida de calidad docente, desactualización de programas, decadencia de valores en la sociedad y la familia que se transmite a los niños y jóvenes que tienen otras prioridades y urgencias en la vida, más que labrarse un porvenir a través del estudio.
Y este es un punto crucial, porque se necesita que todo el sistema político se ponga a trabajar, al margen de los corporativismos que gobiernan la enseñanza y/o ponen obstáculos a toda innovación, sin buscar culpables ni pasarse facturas sobre quien hace o ha dejado de hacer, pero sí en no insistir con “retoques” parciales que al fin de cuentas poco y nada cambian, y apuntar a diagnósticos, objetivos y finalidades para diseñar instrumentos y gestión, lo que son muchas cosas juntas, sin dudas, pero que resultan ineludibles si realmente queremos cambiar este estado de cosas.
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